martes, 29 de abril de 2008

Sagua la Máxima. Páginas de un álbum crepuscular.

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Es acaso la sensación más neta que se guarda de nuestra tierra: la luz.
Jorge Mañach
(Sagua la Grande, julio, 1923)
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Un amigo quería ver a Sagua, el otro día, al calor de una indagación lorquiana que sigue inconclusa. Ahora lo complazco. La selección es evidentemente impugnable. Pienso que hubiera podido escoger otras estampas, tal vez menos aéreas, pero esto es lo que ha salido de los archivos en la primera pesquisa y debe ser suficiente para el primer reconocimiento. Además, si se observa con cuidado la disposición de la luz, se verá que he colectado sin proponérmelo imágenes cardinales; puede distinguirse el poniente del levante, la llanura septentrional y la diminuta cordillera del sur. Esta es la Villa del Undoso, la Perla del Norte, "la vega antigua de don Juan Caballero" como la llamara Pichardo en su estupor; Sagua la Máxima de las crónicas de Jorge Mañach; la neoclásica, la esbelta; la desvencijada y gótica. Limitarme a actualizar las estaciones del itinerario de Lorca hubiera sido muy escueto -aunque los atentos distinguirán cómo se ven hoy mismo las ventanas del Grand Hotel y los coches encapotados que tripulara el granadino-, ahora en cambio siento las evidencias de incompletez, el cansancio del que quiso mostrarlo todo y apenas alcanzó el umbral. Me consuelo pensando que el encanto de los álbumes también se justifica por lo que no muestran, en lo que insinúan o dejan entrever. Para la atmósfera crepuscular también tengo una razón: la ciudad que no ha cambiado en un siglo, sólo tolera dejarse ver a la caída del sol; en vilo, cuando no es de día ni de noche, suspendida entre dos reducciones antagónicas del tiempo, parece especialmente amable y doméstica, se deja mirar sin la estridencia de los afanes mundanos, extemporánea. Por último, antes de pasar la página, debo agradecer a Adrián Quintero la cesión de algunas de estas fotos; no diré cuáles; he mezclado las suyas con las mías, indistintamente, pese a nuestras disensiones estilísticas. Un álbum también debe ofrecer todas las perspectivas -o intentarlo al menos- para incitar siquiera a los incautos a creer que he encontrado otro Aleph oculto en el "cuarto de desahogo" -el de los tarecos de mi casa-, en la calle más vieja de Sagua la Grande...
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martes, 15 de abril de 2008

Una rosa de Sorolla y otra de Adelina Patti

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Las cosas que se mueren
no se deben tocar.
Dulce María Loynaz
(Un obsequio modernista)
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Busco rosas para juntar. Platón me sugiere que hay un arquetipo de la rosa; es una flor de mármol; la rosa fría que sólo conoce la perfección de estarse ahí por siglos, muda. Quisiera regalar en verdad rosas parlantes, como unas que crecen en tropel por el Sahara, pero son también rosas corales y suelen ensordecer al viandante con su locuacidad. Las rosas de la poesía pura me parecen apenas bidimensionales, calcomanías de rosas, y no hallo dónde pegarlas -en qué superficie- para juntar un bouquet. Sólo hay unas rosas que yo pueda dar sin rubor de menesteroso, sin avergonzarme de la pobreza de mi rosal: las rosas de Joaquín Sorolla. Son las únicas que me han parecido misterio de sí mismas y auréola del misterio de Elena. ¿Qué hace la niña detrás? Pudiera pensarse que lee, pero la veo tañer unas cuerdas, y se ve también obsedida por una labor de encaje, ensimismada. Algo del tinte de las rosas va cobrando Elena, -como los lagartos, esos miméticos- y tal vez lo que mire sea una espina que le sale del dedo, el germen de la metamorfosis que se enseñorea y no tarda en torcer pétalos de los bucles. Sorolla, uno que sabía pintar muy bien el mar, tuvo las rosas que hubiera querido palpar Robert Mapplethorpe. Eran opulentas en 1907, obscenas casi. A Robert le dolía la anemia de sus rosas, -ese talle por donde parecen quebrarse de debilidad, como si no pudieran sostener la cabeza- las pobres valetudinarias, rosas casi muertas, amortajadas en la humareda de otro siglo, flores tísicas. Son las únicas que hubiera aceptado de mí, deshojadas en la tina del baño, Julián del Casal. Es un calambur del tiempo: rosas de Mapplethorpe para Casal.
Para ti son estas rosas, que no han de morir. Dos. En el cuadro de Sorolla la primera, casi bajo la mirada de Elena, es una rosa entrevista. La otra es una flor muy rara, que se adivina blanca, como otra de Rodrigo Prats. ("Una rosa de Francia, cuya suave fragancia, una tarde de mayo su milagro me dio", ¿recuerdas?) De Adelina Patti, es esta rosa crepuscular de 1905, the last rose of summer. Ella ofreció a José Martí otras lozanías de su voz y él la retribuyó con la rosa nevada, que no es flor de la escarcha, sino un misterio detrás del blanco: "La naturaleza con frutas perfectas, como paisajes de rematada corrección, crea seres humanos avasalladores. Llevan en sí, por hermosura extrema, o genio extremo, un poder que deslumbra, desvanece y ciega. Negarlos es vano (...) Así Adelina Patti. ¿Qué parece, sino un vellón de nieve? ¿Qué se busca luego de haberla visto, sino un ser sobrehumano?"
Dos rosas, como aquellas bélicas -York y Lancaster-, son una rosa bifronte, nueva criatura mitológica que se muestra encarnada y se oye nítidamente blanca. Es tuya. Ha costado una noche de grata faena. Ahora soy horticultor. Dame las semillas de tus inmensos silos y prometo poblar de olores la oscuridad.
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viernes, 11 de abril de 2008

Lorca en Sagua: un poeta ipotrocasmo (II y final anticipado)

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Grand Hotel Sagua. Aquí se hospedó Lorca, en la habitación 320, tercer piso.


Estoy obligado a poner el último punto al itinerario de Lorca en la Villa del Undoso, provisionalmente al menos. Para internarse en el pasado con fortuna hay que confiar más que en el azar o en los predecesores; es necesario encontrar la puerta y las llaves para abrirla de una vez. Cuando escribía mi introducción a la visita de Federico García Lorca a esta ciudad suponía dicho casi todo y atribuía el sentido de mi misión a comunicarlo. Luego descubrí que estaba equivocado.
Los cronistas más conocidos de la estancia del poeta en Cuba son los historiadores –y curiosamente también periodistas- Nydia Sarabia y Ciro Bianchi Ross. Ambos dedican sendos capítulos de sus libros al paso de Lorca por Sagua, con la información elemental: dónde durmió y comió, a quiénes frecuentó, cuándo impartió la conferencia "Mecánica de la poesía", etc. Los sagüeros, más privilegiados sin duda que los santiagueros, poseemos también el pequeño testimonio de Gayol Fernández, publicado en Bohemia, una crónica emotiva pero demasiado escueta para saciarnos. Hasta aquí lo que está a la vista de todos. Ahora sé que soterrado hay mucho más, el verdadero secreto de los días sagüeros de Lorca que –como corresponde a los legítimos misterios- sólo puede reconstruirse con especulaciones.

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Vestíbulo del Grand Hotel.
Esta lámpara iluminó las noches sagüeras de Lorca.
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Escaleras del Grand Hotel. Tercer piso.
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En esta ruta mía hacia 1930 di con Luis Machado Ordetx, -otro periodista- que se ha ocupado ampliamente del itinerario de Lorca por Las Villas. Luis Machado, amigo generoso con sus descubrimientos, -como corresponde a un investigador de veras honesto- me envió el capítulo dedicado a Sagua en su inédito “Fervientes corceles”. Aquí descubrí otras circunstancias muy singulares sobre la predilección de Lorca por la primera ciudad cubana que insistiera en convidarlo; entendí por qué los sagüeros no se separaron luego del poeta en su tránsito por Las Villas; imaginé, con el consentimiento del autor y sus comentarios al margen, las razones ocultas de la afiebrada estancia de Federico entre nosotros. Luis me confirmaría lo que ya empezaba a vislumbrar yo mismo: “Sagua es un misterio”. Los periódicos locales que se referían a los pormenores de la visita han desaparecido de los archivos. Las decenas de fotos que hiciera Stinglietz -fotógrafo de la sociedad sagüera- a Lorca son inhallables. Hay quién dijo haber visto el extenso fotorreportaje publicado por “La Voz de Sagua la Grande”, pero nadie sabe donde pueda estar hoy mismo. El semanario de Carnicer Torres, “El Temporal”, tampoco puede leerse ni siquiera en archivos privados. Sagua es el misterio. En Caibarién, Cienfuegos y Santa Clara, Luis Machado Ordetx halló abundantes indicios en la prensa. De Caibarién se conserva una foto de Lorca con el grumete del Yacht Club. Sagua sigue siendo el misterio. Y como una parte esencial de ese misterio parece residir en la persona de Arturo Carnicer Torres, he decidido transcribir sin omitir palabra –como insistía Emilio Roig de Leuchsenring en su comentario de Carteles a este mismo texto- “El epicentro psicógeno…”, que suscitó polémicas y opiniones antagónicas entre los intelectuales cubanos de entonces después de la entusiástica aprobación de Federico García Lorca. Helo aquí.


El epicentro psicógeno y la euforia en la rítmica lorquiana

Por A. Carnicer Torres

garcía lorca –poeta ipotrocasmo- el que ha dado un epónimo a la nueva ritma literaria, nos ha visitado no ha muchas horas, y desde el tríptico escenaril –del italiano caserón “principal”- nos dio toda la euforia de su ritmo.
su principal centro, gira en su alma, en su psiquis, preparada –véase por qué vórtice plasmático- en una clarividencia poseedora, de la nueva fase, que nos ha inoculado en su peroración literaria, la que apartándose de las medias tintas nos ha bañado de lleno en el anate substancial…
garcía lorca se revela contra el epítrope; extirpando de plano, y no admitiendo como árbitros, la introducción de ideas medievales, restadoras de fuerza a la euforia del verso preponderante que es la atención de hoy.
él –federico garcía lorca- en su romancero gitano y en sus estilísticas producciones desde occidente, ya nos indicaba la ruta como Maquiavelo que anunciaba una gran tempestad en las letras –y así yo- embebido en su nueva mecánica, le oí, le escuché encontrando en su vasto campo explicativo no a las simples luciérnagas de luces fluctitivas, sino lampos ecletantes, prepotentes focos lumínicos, cuyas proyecciones han dejado a algunos (que se precian de intelectuales) en miopía tiniebliscas.
todo lo que gravita en una técnica nueva (como no es comprensible) se adapta a la sustracción de fuerza y de calor –por consecuencia- como fenómeno físico, restándole todo esto a un cuerpo viene la inanición.
pero aquí no vendrá; pues ya todo el que lee, y escudriña, y se ha querido quitar las “escamas” de la retrogradación, con las obras surgidas por un osvaldo spengler, por un ofauder, mejerson, jean steig y otros, y los mismos de lorca tiene que convenir en que ya los versos de cadencias han pasado a las concupiscencias de la historia.
garcía lorca en la tribuna, en sus obras, ha probado ser un poeta factista –de hecho- y por añadidura eidecosustancioso- él se traspone en el magicismo dadaísta; en su mecánica él se va más allá de la literatura –la nada- garcía lorca –como josé maría carretero- en sus fenomenologías hace razonamientos intencionales; es un dialéctico y metafísico analista, está contra los paranoicos, contra esos apasionados oníricos visionarios soñadores de todas las épocas.
fui a oír en tribunicio cerco a garcía lorca, porque interpretando la vigencia de su módulo, sabía que no iba a encontrarme melismos de decadencia cansona, sino la puridad, con una fobia literaria no echada en campo desmombero, llevaba toda enfática etimología de la palabra no sobada.
en el asta de las nuevas orientaciones de letra flamea el pendón verdoso de la esperanza, y en la clepsidra del templo está ahora que los mocetones, los surgidores, limpien el cerebro de toda paranoia y digan a los vegetarianos: “aquí estamos con todo nuestro litargirio”.
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Teatro Principal -"el tríptico escenaril del italiano caserón".

Aquí ofreció Lorca su conferencia el domingo 23 de marzo de 1930.

viernes, 4 de abril de 2008

Otras jónicas: una capilla



En la primera lectura de Marcel Proust -inmerso para siempre ya en el placer de la reminiscencia- disfruté su pasión por las iglesias. Los vitrales de Combray, un ábside. El sueño siempre inasible de Balbec, cuyo gótico tiene algo de persa. La iglesia cubierta de hiedra que revelara luego en un paseo la marquesa de Villeparisis. Los campanarios de Martinville, el enigma de unas torres que pueden obligar - apuntándonos con el dedo- a describir su misterio; este es el germen de la búsqueda del tiempo: el imperio de unas torres, poderosas, inmensas en la lontananza; la pregunta que sugieren esas torres ante el viajero que muda de perspectiva a cada paso y las observa con fijeza.

Pero yo he tenido una fortuna que no soñó Proust, ni en sus noches más delirantes: he descubierto una iglesia.




Desconcertado lo consigno aquí, porque no pensé que pudiera disfrutar nunca -remoto casi el siglo diecinueve, época de los últimos hallazgos del hombre- esa sensación extraña y jubilosa del descubridor. Hay una iglesia en el patio. Y lo digo con el mismo asombro con que pudiera decir que un sitio desolado se torna, de repente, en posesión sagrada.
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Así sucedió: iba por una de las calles polvorientas de la periferia cuando noté un cuerpo insólito entre tantas casas de bajo puntal; un edificio ecléctico, nada majestuoso, con pórtico alzado por cuatro columnas me atrajo. Aficionado a las jónicas, me acerqué para ver los capiteles. Ni siquiera la silueta ojival de las ventanas -a la manera gótica- me sugirió que se trataba de una iglesia. Un individuo vino a preguntar si buscaba a alguien. "Sólo entré a mirar" -dije- y eso bastó. Rodeé el edificio. Había una lápida. Las columnas parecían sostener el cielo desde abajo, desde el reducido atrio. Es una iglesia, verifiqué. Quise asomarme adentro, sentí el imperativo, de mirar; ver los despojos de la antigua liturgia, tal vez un altar que permanece incólume en la sombra, a salvo del tiempo. La puerta parecía sellada desde siempre: no había cerradura. Recordé los resortes mágicos de ciertas historias para estos casos: unas palabras, la respuesta de algún enigma, un chasquido, otra esfinge. Pero no había portero, tampoco llaves. Mi interlocutor del principio también había desaparecido. Entonces descubrí un agujero, único hueco en la madera. Negro. Cósmico. Puse mi ojo, y, mientras la tiniebla empezaba a replegarse sobre los recodos más oscuros del recinto, pude descubrir -no el caos, ni el sueño de una ceremonia de reliquias vencidas por el silencio- sólo una fila, y otra, de terrible materia inmóvil y sujeta a la matemática. Me sentí profanado yo mismo: dentro de la iglesia sólo habita lo estático, la inútil acumulación, lo inerte: ya no será templo, siquiera ruina habrá, que sería sobrevivir en la dignidad de la ausencia: sólo es un almacén.
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