domingo, 29 de julio de 2012

Cementerio de Guaracabuya




Oí a Henryk Górecki en el cementerio de Guaracabuya.
Era el mío un silencio crispado por la tramontana. 
No me infligía esta vez la Muerte su leve trato;
las tumbas a flor de tierra, los montículos
como la piel del Cristo de Isenheim, me reparaban con su sencillez,
poseían una ingenua mortandad que no destroza. 

Una música verdinegra que se gloría de su pátina
advierto en los cementerios del campo.

De muertos todos adquieren un tono atroz,
como el Cristo que pintó Grünewald para el asilo de Isenheim. 
El suelo de Guaracabuya está sembrado de cruces
y exhibe tal santidad.

viernes, 27 de julio de 2012

Invenciones de Cuba




Un país es una invención. Pocas veces, sin embargo, la poesía y la historia comparten un cuerpo. Alguna vez me han llamado origenista. ¿Qué parece más real: el polvo material de la calzada de Jesús del Monte o las paredes de polvo que construye la luz en el poema de Eliseo Diego? ¿Cómo calar el cuerpo “real” de las cosas? La filosofía no responde, el vaivén de los episodios –la Historia- sólo sugiere respuestas, a menudo sesgadas. Creo que sólo de la poesía hay respuesta atendible para la invención de un país.

¿Y qué ha sido Cuba? Todavía es un sitio donde todo surge. Así la veía María Zambrano a mediados del siglo XX. El atisbo de decadencia y conclusión, tan frecuente en los europeos, no procede aquí: ni las ruinas nos fueron consentidas, la maleza pronto las destruye y todo regresa a su primer estado. Para Cintio Vitier lo arcádico es una categoría primigenia de la poesía cubana. Siento que en la historia y hasta en la política conservamos esa predisposición al arcadismo. El epígrafe de la tumba en el cuadro del francés Poussin se nos aplicará siempre: In Arcadia ego. Muriendo en la aurora de Arcadia, donde la historia comienza.

Otras veces he concebido genealogías que justifican mi invención de Cuba. Hoy argüiré con dos sitios invencionados y reales.

Me reconcilié con el art déco a causa del parque de Camajuaní. No he creído en la sinceridad de ningún estado vertical, salvo el de las palmas, pero me complació la glorieta art déco y aquel cuerpo alargado de la plaza flanqueada de portales. A un extremo del parque hay un pequeño obelisco que exalta la victoria en la última guerra mundial. Es el único pueblo art déco donde puedo comprar un boleto de ferrocarril para Sagua.

La otra invención es mi lado feijoseano. En el cementerio de Guaracabuya corroboré que lo poseo: nunca vi tantas tumbas a flor de tierra y me conmocionaron; las cruces sembradas en los montículos eran las más desnudas que he visto. En algún poema de Feijóo aparece un cementerio con palmas. Los guajiros muertos vigilan entre palmas. Mi vigilia también la hago por una extraña flor.

Ayer se lo explicaba a un amigo, y a menudo necesito explicarlo otra vez a mí mismo. Nadie puede huir de un sitio imaginario. Si ya fue imaginado es probable que obsesione a quien lo imagina. Y Cuba es mi invención.  

martes, 24 de julio de 2012

El Dorado



Es un sitio casi abandonado en el camino de Isabela. Por carretera no lo anuncian, en el camino de hierro subsiste un letrero: El Dorado. Aquí hubo un ingenio. No recuerdo quién era el dueño, aunque creo que el mapa de Francisco Lavallé (1840) atribuye estas tierras a Howland, un norteamericano.

Cuando se viaja en tren y aparece El Dorado, ya quedaron muy atrás los muros sobrevivientes de Júcaro, antigua posesión de los condes de Vegamar. El poema de Francisco Pobeda (1796-1881) que describe la visita de un conde a su plantación azucarera se me figura una estampa acaecida en Júcaro: llega uno de los Drake a bordo del vapor Jején, desembarca y sigue hasta su ingenio para asistir al drama narrado en el romance de Pobeda.  El ingenio Vegamar, como tantos, poseía su propio cementerio. Me prometo volver a esas ruinas.

La última vez que fui en bicicleta por la carretera de Isabela no llegué a Júcaro porque me apuraba hallar San Jorge. En algún sitio de San Jorge está la momia de Augustus Hemenway, el dueño, o de su asociado Bartlett. Hemenway solo se basta para una novela: fue marino, comerciante, hacendado y filántropo; alguna vez lo secuestraron cuando regresaba a San Jorge y pagó un rescate por su liberación; se sugiere que acabó lunático en Boston, pero consiguió salir de la casa de orates  y volvió a Sagua la Grande para morir. Reconstruir la vida de Hemenway me ha costado años. También me debo un pequeño reportaje acerca de San Jorge. Fotografié, con los dedos enfangados, la laguna donde John Russell Bartlett (1805-1886) consiguió un caracol desconocido.

Decía Ramón Roa, el secretario de Sarmiento, que la Sagua del siglo XIX era como El Dorado o California. De este El Dorado, trasunto del célebre mito de la Conquista, quedan unas letras oxidadas.