María venía con su sombrero caedizo, el mismo tocado de desaliño que había inspirado a Lorca aquella graciosa copla: “El sombrerito de María, dice que es moda llevarlo así, pero, en ella, diríase que se le va a caer, o que ya se le ha caído.”
Para Salvador de Madariaga, aunque no era “una beldad”, María tenía “cierto atractivo femenino”. Las damas sagüeras no lo creyeron así. La “Srta. Maeztu”[1] les pareció una mujer rara. Es cierto que llegaba precedida por su reputación de educadora formidable, discípula de Unamuno en Salamanca y amiga dilecta de Ortega y Gasset. El ideario krausista tampoco era desconocido en la Villa del Undoso, que ya había recibido, dos años antes, a los conferencistas Fernando de los Ríos y Luis Zulueta, futuros ministros de la República Española. Pero María, tan elocuente en la tribuna del teatro Principal, desconcertó al auditorio.
¿Quién había escuchado aquí una apología tan fervorosa sobre el feminismo? ¿Quién, antes que ella, había sugerido la abolición de los exámenes y los libros de texto?
María de Maeztu creía que la letra debía entrar, hasta la médula, por la sangre del maestro. Y pudo ensayar esta convicción con el programa implementado en el Instituto-Escuela de Segunda Enseñanza y en aquella utopía ecuménica que fue la Residencia de Señoritas, su proyecto favorito.
Sobre la trayectoria de María de Maeztu en Cuba como oradora de la Institución Hispanocubana de Cultura se sabe poco. El compositor Joaquín Turina, que vino con semejante itinerario en 1929, sólo refiere conferencias en La Habana, Sagua la Grande, Caibarién y Santiago de Cuba. Federico García Lorca hizo similar periplo en 1930.
En la Villa del Undoso, María visitó seguramente el Colegio Laico Martí, plantel que enorgullecía a la ciudad por su manifiesta modernidad. La imagino ahí, amable y severa, por el estrecho pasillo del aula magna, escuchando al doctor Ciro Espinosa, sobrecogido ante la sapiencia de una mujer que aspiraba a socavar cualquier dogma pedagógico.
España, que también tuvo maestros y los hizo huir, nos envió luego a Federico. Entre tantas palabras que le atribuyen los cubanos debió dedicar algunas a su predecesora: ¿Y María, esa maga, no sacó ninguna maravilla de su sombrero caído?
[1] Las actividades de la Hispano-Cubana de Cultura, en “El liberal”, Edición extraordinaria, Sagua la Grande, 1930, p. 106.
- Todo el infierno de Rimbaud que describes -esas locuras físicas y químicas y consustanciales- me recuerda a Sylvia Plath. Por favor, ya eres hebra de mi cordón vital. No te fatigues tanto. Tú puedes -siempre has sabido cómo- vivir sin que pese demasiado la lógica nefanda de nuestra condición.
Refugiáte en la creación. Cúrate del miedo adentrándote en él.
A mí me va bien; también mal. ¿Qué hacer con estas dualidades? Soy más que nunca el marqués de Bradomín, de Valle-Inclán. Y sigo en el mismo sitio, con los mismos resentimientos y las añoranzas viejas de cuando era niño y aspiraba a poseer toda la música.
¿No sabes nada de N.? Estuvo a punto de casarse con un castrado de ópera, pero resultó demasiado aficionado al rol de Violetta y nuestro amigo se aburrió.
Yo soy casi un burócrata que pule noticias como quien lima sus uñas con la herramienta de un carpintero.
Deberíamos, tú y yo, salir para la playa en una guarandinga y quedarnos ahí, en el fondo.
“Al muchacho le pareció un Unamuno atildado, todavía joven, y sin fe.”[1] Así evocaba Cintio Vitier a Jorge Mañach en el tercer capítulo de su novela “De Peña Pobre”. Según Renée Méndez Capote, Gabriela Mistral también se ocupó en definirlo durante un almuerzo habanero que propició la analogía entre Mañach y Marinello: “Eres vacilante, y como no tienes raíces, no afincarás.”[2]
Juicios siempre definitivos correspondieron a Mañach. Criterios monolíticos que contrastan con su vocación de conciliar “intereses contrapuestos” en una Cuba demasiado escindida.
Jorge Mañach nació en 1898 y vivió hasta 1961. Estos límites cronológicos, que coinciden con el alfa y la omega de la República, lo han erigido en sucedáneo de ella misma, en intelectual modelo de una etapa que consiguió enjuiciar mejor que nadie en aquel ensayo clarividente, “Indagación del choteo”.
Jorge Luis Arcos, lejos de cualquier reducción impuesta por ortodoxias diestras o siniestras, describió su desgarramiento ideológico como una tragedia para alguien que se consideró a sí mismo conciencia de la nación:
[…] lo trágico de su destino consistió en la inadecuación entre lo ideal y lo real, entre su ideología y los cauces de la realidad.[3]
Mañach fue duro con la República –la consideró un “conato de Estado en una patria sin nación”-, pero siguió creyendo en ella. Estuvo con los jóvenes de la Protesta de los Trece, y luego se alineó con el ABC de matices fascistas. Entre los intelectuales de su generación quiso encarnar a la vanguardia y después se parapetó en su negativa de comprensión para los origenistas. Detentó ministerios y acabó exiliado al advenimiento de Batista. Aplaudió a la Revolución y renegó de ella.
Este era Mañach, ensayista orteguiano que desconfiaba de las masas y aspiraba a una evolución natural hacia cauces de mayor madurez e ilustración. En esta vocación de aleccionar fue un perfecto magíster, artífice de la Universidad del Aire, autor de unas conocidas lecciones filosóficas, forjador de un canon reflexivo de la cubanidad que negaba lo "benéfico" de la influencia norteamericana y asumía a Martí en uno de sus discursos capitolinos como el gran ausente del escenario republicano.
De aquellas vacilaciones que lo convirtieron en un “bombín de mármol”, símbolo del estatismo y la reciedumbre de ciertos vetustos intelectuales, sobreviven esos ensayos de palabra perenne donde analizaba, con una prosa de maestro, los eternos apuros de la cubanidad plena: el choteo como rasgo dominante del carácter nacional, los infortunios económicos y la frustración de las utopías libertarias.
Mañach, además, nos escribió la mejor biografía martiana. Él era un estilista y su encarnación de Martí posee vida propia. A pesar de los defectos que se le han señalado a la obra, Fernando Pérez afirma ahora mismo haber urdido su Martí cinematográfico gracias al precedente vívido de Jorge Mañach.
¿Es posible quererlo? ¿A él, que fue burgués y martiano, elitista y enemigo de los imperios, cubano graduado de Harvard y profesor en La Habana, cubano siempre, nacido en Sagua la Grande y muerto en el exilio universitario de Río Piedras, Puerto Rico, el 25 de junio de 1961?
No afincarás –profetizó la Mistral-. Pero algo de él se afinca hasta hoy. Una saeta, ya perdida, de aquella cubanidad suya que Cintio advirtió, suspendida e inexorable, en el poema titulado “Jorge Mañach”:
No sé por qué hoy aparece
ante mis ojos su figura
esbelta, escéptica, fallida
y siempre airosa sin embargo,
flexible palma de una patria
que no podía ser: tan fina,
sí, tan irónica, tan débil
en su elegante gesto, lúcido
para el dibujo y el fervor,
los relativismos y las
conciliaciones, con un fondo
de gusto amargo en la raíz.
Ciegos sus ojos para el rapto,
usted no vio lo que veíamos.
Bien, pero en sombras yo sabía,
mirándolo con hurañez,
lo que ahora llega iluminado:
Tener defectos es fatal
y nadie escapa a sus virtudes.
Tener estilo en vida y obra,
no es fácil ni difícil, es
un don extraño que usted tuvo,
Jorge Mañach, para nosotros.
Esta mañana es imposible
que usted haya muerto. Viene ágil,
sin vanguardismos ni Academias,
de dril inmaculado, laico,
maduro, juvenil, iluso,
entre sajón y catalán,
a dar su clase de Aristóteles,
y en el destello de sus lentes
hay un perfil de Cuba, único,
que al sucumbir quedó en el aire,
grabado allí, temblando, solo…
Notas.
[1] Cintio Vitier: De Peña Pobre, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1980, p. 60.
[2] Renée Méndez Capote: Amables figuras del pasado, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1981, p. 215.
[3] Jorge Luis Arcos: Tendencias diversas: J. Mañach, M. Vitier, R. Guerra, et al. Instituto de Literatura y Lingüistica “José Antonio Portuondo Valdor”: Historia de la literatura cubana, Tomo II, Letras cubanas, 2003, p. 714.
Asisto a la devastación de lo suntuoso con los ojos vendados por una seda oscura.
Por este camino de hilos sueltos, sobre hebras hiladas para maniatar los sentidos interpuestos, subo hasta colocarme al lado de la razón, lejos del suelo.
El muchacho de ayer, Ludwig, todavía reúne piedras para levantar una casa arrasada por el vacío posterior a los vientos, en el sitio donde nuestra inconstancia reposa como una inveterada roca vespertina, asida a su reducto telúrico, imposible de tornar estancia habitable. Cuando las examina no advierte que ninguna ajusta sus bordes y no existe argamasa para juntar tales desaciertos.
Iba a mudarse contigo, ¿a la Villa de París? Eso queríamos instituir, ¿socorros mutuos? Y no pensábamos en Francia, sino en el edificio donde hubo una sedería oscura, un fumadero de opio, una botella de ajenjo.
También conozco a un volatinero epilogal que me convida a recorrer su hilo resuelto con una venda sobre los ojos de la devastación.
Fotos: Edificio "La Villa de París" (1920-2010). Sagua la Grande.
- Desde que leí “Viajeras al Caribe”, de Nara Araujo, he coleccionado crónicas de viaje del siglo XIX. En ese volumen comparecen aristócratas, misioneras, plantadoras, damas en busca de salud y escritoras de renombre empeñadas en reseñar lo exótico de la isla de Cuba.
Con desigual talento para la escritura, aquellas viajeras juzgaron lo ignoto situadas en los límites de comprensión que les imponía su procedencia, casi siempre europea o norteamericana. Los juicios suelen pronunciarse desde la analogía con el mundo conocido. La mayoría apenas visitó La Habana, Matanzas, y unas pocas localidades occidentales. Salvo la española Eva Canel, ninguna de las compiladas por Araujo vino a la Villa del Undoso, que parecía carente de forasteros capaces de concebir relatos de su estancia.
La búsqueda que emprendí entonces, todavía inconclusa, ya ha revelado el tránsito de numerosos foráneos que se aventuraron hasta Sagua la Grande cuando viajar por el Undoso en pequeños veleros y vapores todavía era una travesía para audaces.
Estas crónicas, que deben examinarse con suspicacia, poseen sin embargo la clarividencia del que juzga a distancia, con cierta frialdad imparcial, asuntos comunes para el vernáculo que jamás se habrían llevado al papel.
Esta escueta muestra de mi colección de viajeros al Undoso sólo consigna las impresiones que algunos transeúntes tuvieron del río Sagua la Grande, puerta de acceso a la Villa.
He contrastado los fragmentos con imágenes actuales –de hoy mismo- que testimonian una mágica perennidad.
Al llegar á la boca del rio de Sagua la Grande y subiendo por él, se me vino a la imaginación el Missisipí. […] puede decirse, que el rio de Sagua la Grande de la isla de Cuba es la copia del Misissipí de la Luisiana reducida.
Ildefonso Vivanco, escritor y agrimensor español. (1839)
Es sumamente agradable viajar el rio en tiempo de molienda, viendo relucir las chimeneas de los ingenios que ocupan su ribera; los negros y humeantes penachos resaltando en sus aguas, unidos á los del gracioso vapor Jejen, completando este lindo paisage los buques españoles y estrangeros que suben y bajan […]
J. M. J., viajero anónimo que publicó su relato en las Memorias de la Sociedad Patriótica. (1844)
Nada diré de la belleza del rio de Sagua, cuyo curso tortuoso parece creado para variar los puntos de vista y multiplicar más y más las agradables sorpresas.
Ramón de La Sagra, erudito español. (1860)
Y el espumoso mar desde hoy murmura Por todo el litoral Americano Las riquezas del Támesis Cubano.
Antonio Miguel Alcover y Jaumé, periodista y poeta español. (1856)
Sagua que naces límpido y sombrío En el rico tesoro De tu silvestre cuna, y hecho río Con triste murmurío Pobre te alejas de tus madres de oro.
Francisco Pobeda y Armenteros, fundador de la poesía criollista. (1879?)
El río abunda en excelentes peces, y la docena de plantadores que se han establecido en sus orillas a veces excursionan y visitan los cayos en su embocadura; y el vecindario, en términos generales, es el más próspero y sociable que yo he visitado en la isla.
John G. Wurdemann, médico de Charleston. (1843)
El Sagua ondisonoro Que del alto Escambray nace a las plantas Mostrando en sus riberas flores tantas Como arrastra en su fondo arenas de oro.
Juan Jorge Peoli fue un viajero que probablemente abordó un vapor con destino a Sagua la Grande, “al pié de Wall street”[1], como pasajero de la línea neoyorkina de James Ward. Iba acompañado por su hijo Juan, que traía los lienzos y pinceles del padre a cuestas. ¿Cuántos años pasaron desde el último viaje de Peoli a su patria? Él, que prefería pintar rostros, venía a retratar el paisaje cubano como si fuera un semblante humano ataviado con palmas.
Giselle Morales me advirtió hace años sobre la existencia de un pintor romántico que murió en la Villa del Undoso por 1893. Así lo consignan las escuetas fichas del Museo Nacional de Bellas Artes, donde “La Dama del Lago”, óleo brumoso que remite al personaje del ciclo artúrico, figura como enigmático exponente de una época que no dejó epígonos.
Juan Jorge Peoli mereció la primera beca que se otorgó a un cubano para estudiar pintura en Europa. Había nacido en los Estados Unidos después que su padre participó en la Conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar, y descendía de los Paoli de Córcega, legendarios patriotas de otra isla obsedida por la libertad. El pintor fue amigo de José Antonio Páez, Domingo Delmonte, Juan Prim y muchos famosos de su tiempo. Pero Peoli es, sobre todo, aquel manso a quien dijo el maestro Luz “que no podía sentarse a hacer libros, que son cosa fácil [...] y falta el tiempo para lo más difícil, que es hacer hombres”. El mejor retrato que le hicieran no fue obra de un pintor convencional, sino del pintor José Martí: El arte, con haberle dado días de gloria, y ser su empleo principal, fue lo menos de él. Amó la beldad ardientemente; la respetó, y le enojaba que no la respetasen; reconocía en sí, y en todo, una realidad visible, de fácil copia, y otra espiritual, a que con callada pasión buscó color y símbolo: la fuerza, para él, residía en la gracia, y vio en el universo, aun a pleno sol, como un color nocturno; su pincel, jamás mercenario, desdeñó la fama fácil del retrato, en que sobresalía, y de sus magistrales escenas de la Naturaleza, para fijar en las luces aéreas el alma solemne que se alza de la vida, y cuajar en cuerpos leves y ondulantes la beldad creatriz que flota sobre el mundo. […] Pero de su arte mismo fue lo más bello el carácter manso y puro con que, por el amor y fuerza de él, y por la luz y dicha de su alma, pasó en salvo Peoli por las tentaciones de este mundo. Lo conoció y ahondó, puso de lado toda la impedimenta de él, con que el vulgo humano, en que entra mucho de lo que no quiere pasar por vulgo, se deshonra y aflige; y cultivó en la vida lo que tiene de sustancia y ventura, que es el decoro propio, en el trabajo continuo y la amistad sincera el alivio del dolor del hombre, el rincón de la casa, y la ciencia y fe que vienen del conocimiento y amor de la creación. El hombre, que lleva lo permanente en sí, ha de cultivar lo permanente; o se degrada, y vuelve atrás, en lo que no lo cultive. - La familia Peoli, a la que también pertenecía Carmen Miyares, la mujer que Martí amó, todavía vive en los Estados Unidos. A ellos me dirigí en esta indagación sobre el asombroso azar que condujo a Juan Jorge a morir en Sagua. Respondió David B. Holcomb, cuyo suegro, de 84 años, todavía espera viajar a Cuba para recobrar la impronta de sus ascendientes.
Dice Holcomb que el pintor salió de Nueva York el 6 de junio para atender “la sucesión de Resulta”. Esta noticia es suficiente. El antiguo ingenio Resulta, atrapado hoy en el crecimiento de la ciudad, era propiedad de los Alfonso, familia política de Peoli. Aquí lo sorprendió una neumonía irremediable.
Juan Jorge Peoli entonces era también el viajero que pagaba su peaje en el andarivel del Undoso. Lo hacía con el pretexto de ir a Resulta, pero desde la balsa iba meditando sobre la singularidad del paisaje sagüero que intercala flamboyanes con palmas. La antítesis del Hudson, pensaba, y ya no lo obsesionaba la estatura del manzano donde lo imaginó Martí cuando conoció su partida:
Murió en el campo, silencioso y solemne, que prefería él a la ciudad fea y vana. Murió en Cuba, la tierra que amó él tanto, la tierra que le premió el mérito, y le dio mujer noble, hijos buenos, ilustres amigos. Murió como las tardes del Hudson, que se sentaba él a ver caer, desde el banco rústico de su manzano solariego, en las colinas de tiniebla y oro por donde baja majestuoso el río.
[1] De ahí salían, en semanas alternas, los buques de la Compañía de Correos de Nueva York y Cuba con destino a Matanzas, Cárdenas y Sagua. Oficina de las Repúblicas Americanas: Manual de las Repúblicas Americanas, Washington, 1891, p. 447.
Lo vi este lunes, asegurado al muelle más septentrional.
La gente acudió a verlo traspasar la Boca de Maravillas y agitó los consabidos pañuelos de bienvenida.
Ha fondeado el último barco. Vino a reparar las balizas que todavía señalan las aguas por donde nadie debe navegar. Luces verdes y rojas, encendidas para disimular la ausencia de naves rumbo al último puerto.
Entramos al muelle por detrás de un tanque monumental, pintado de letreros maniqueos que consignan la estancia de otros viajeros ávidos de perpetuidad. - Los marinos, pescadores de boyas inertes, tomaban el aire drástico desde el castillo de popa. - El perfil del barco, a contraluz, se mostraba fantasmagórico como una silueta escenográfica. - Por la noche ya era otro barco fantasma con luz de ojo único. Al regreso veíamos su resplandor ciclópeo de nave ausente.
El último barco fondeado en Isabela de Sagua
... las aguas por donde nadie debe navegar.
Por la noche ya era otro barco fantasma con luz de ojo único.
- Antolina González Toledo, la tía América, nació el 12 de junio de 1912. Ese mismo día, Winston Churchill fatigaba a la Cámara de los Comunes con varios discursos acerca de la flota británica. En Chicago, mientras tanto, también nacía Carl Hovland, psicólogo que trascendería por sus contribuciones a la teoría de la comunicación. Francia lloraba a Fréderic Passy, célebre jurisconsulto condecorado con el Nobel de la Paz en 1901. Todavía los rusos tenían zar y los otomanos obedecían al sultán Mehmet V. Eran los últimos años de la belle époque.
América nunca fue tan persuasiva como el elocuente Churchill. Sus disputas acababan con los labios apretados y una coda de silencio. Sin embargo, era tan pacífica en sus relaciones domésticas como el mismo Passy. Nadie dudó de su insólito don para permanecer equilibrada con una armonía ante las influencias externas que Hovland hubiera admirado y muchos confundían con una limitación intelectual.
No sé por qué la llamaban América. Recuerdo mi confusión ante el descubrimiento de su nombre de pila. Antolina, de origen latino, contiene un símil: preciosa como una flor. Dudo que sus progenitores manejaran tales etimologías.
América, lo mismo que sus cuatro hermanas, optó por la soltería, incidente peculiar de mi familia paterna. De seis hijos, sólo mi abuelo –el único varón- casó y tuvo descendencia.
¿Por qué estas mujeres apostaron por el celibato? Nunca lo sabremos. La leyenda familiar asegura que la mayor asumió como misión el cuidado de los padres, la segunda jamás encontró un partido de su gusto, la tercera se sometió a este régimen conventual a causa de su clericalismo, la cuarta murió inesperadamente de fiebre tifoidea antes de 1930, y América, la benjamina, pese a algunas pasiones frustradas por la vigilancia de sus hermanas, también se convirtió en una señorita añeja.
Su maternidad imposible se trasladó a los sobrinos y a los hijos de los sobrinos. Casi fue una tía Tula, sin la recia agonía del personaje de Unamuno. El apego de América era intransigente e irracional. Se cuenta que una vez le retiró la palabra al profesor de música que no había aceptado a mi padre como tamborero porque carecía de oído musical.
Después del nacimiento de mi hermana, mi tía abuela se mudó con nosotros. Tenía más de setenta años, pero seguía dispuesta a ejercer su maternidad putativa. Fue entonces que protagonizó un episodio extraordinario que escandalizó a sus hermanas y conmocionó a toda la familia.
Sucedió a finales de la década de 1980. Una tarde, se presentó ante mi padre un señor octogenario, vecino del hotel Plaza. Marchante era su alias, seguramente por causa de su antiguo oficio de comerciante. Con una cortesía vetusta, se informó por la salud de cada uno, y sin vacilación reveló que venía a pedir la mano –o “la entrada”, como se decía antaño- de la señorita América González. Que lo autorizaran a visitarla era su demanda. Se consideraba un caballero y aspiraba al matrimonio. Mi padre supuso que lo hacían víctima de una broma. Usted es el jefe de la familia –insistió el viejo- y a su decisión me atengo. La “señorita González”, citada con gesto sumarísimo ante su enamorado, admitió conocerlo y aceptó la solicitud de noviazgo.
La boda de América fue sencilla, pero solemne, como correspondía a una mujer que ofrecía su castidad física y la pureza ejercida durante toda la vida. Tuvieron su luna de miel y se instalaron en la residencia del novio.
Recuerdo la habitación donde vivían, con mobiliario arcaico: una coqueta de espejo turbio, un escaparate de tres puertas y una colección de frascos vacíos con olor de perfumes evaporados en otro siglo. También cuidaban un gato, atado por una pata a la reja del balcón. Es el único gato que he visto amarrado.
Marchante, supimos luego, era una especie de inocente Barba Azul que enviudó como cinco veces. Mi tía abuela, más vigorosa que él, a su vez fue viuda. Entonces regresó con nosotros, hasta febrero de 1998, cuando murió.
De la herencia de aquel matrimonio extraordinario nos quedó una curiosa postal tejida, un par de sillones desencuadernados y el espejo de la oscuridad magna que no refleja más que sombras.
Recién devuelta a mi casa y todavía con los velos de la viudez, América me proporcionó una lección hidalga, de increíble fe en lo inmediato tangible.
Ameca –así le decíamos- ¿tú te acuerdas de Marchante?
Ca, niño –respondió con autoridad- ¡de los muertos no se habla!
Me acerqué a la casa de tablones verticales, sorprendido por su chamuscada solidez. Existen sitios que no perturban la perfección del paisaje. Nadie sabe que aquí nació Esteban Montejo, el cimarrón que dictó una novela e inspiró una ópera.
Detrás de la casa perdura la armazón oxidada del antiguo ingenio Santa Teresa. En torno al pueblo subsisten algunas fortificaciones de la última guerra colonial. Me animaría a escribir otro ubi sunt, una turbulenta elegía capaz de contener el drama de las crecidas del Undoso sobre la casa ribereña de mi abuela, donde nunca estuve.
Venir al pueblo de Sitiecito, por la ruta de los dos puentes, uno de ellos intransitable y recién decorado con artificiosas copias de Sosabravo, equivale a un lugar común.
Y anduve glacial bajo el mediodía, con ganas de difuminar el paisaje que circundaba la casa del zócalo estropeado, hasta que apareció el cordero y posé para su extraña mirada de animal sagrado.
Ha caído un pájaro. Ante el luminoso fraude de los cristales no advierte cómo su imagen turbia sigue cayendo hacia el fondo. En tales honduras ha internado su canto recóndito de grácil humanidad y desde abajo fragua un ascenso oneroso hasta las sienes del árbol.
Una vez -¿en un poema modernista?- hubo un ruiseñor que se hizo añicos.
He vuelto al mapa donde fue señalado el camino de Lagunillas. La ruta de la caída atraviesa las estepas más inocentes.
Esta noche no iré.
Cerca de las encrucijadas me pierdes. Quién diría que ahí sobreviene un crujido en la sien –un derrumbe interior- y el árbol que vivía conmigo se hunde como un sueño valetudinario.
A la angustia de aguardar por ti sucedió el advenimiento de la piedad. No era compasión lo que esperabas para aquellas alas malogradas.
Ahora sé cómo remontar el hastío de los tristes pináculos.
Rosita Fornés sobrevivió a la nostalgia.
-
Rosita Fornés sobrevivió a la nostalgia.
Por Lázaro Sarmiento.
Hace unas horas, un joven mostró en las redes sociales un tatuaje en su
antebrazo ...
Inmoral evocación de Sara Bernhardt
-
La acción ocurriría en una biblioteca. Tal vez con Víctor Hugo cerca.
La marcha hasta las tablas le resultaba difícil, pero me condujo. Realmente
no er...