-superior aquí a la presencia, como decía María Zambrano, a quien no puedo dejar de citar en esta última estancia arruinada donde he querido evocar su nombre. Las ruinas desde adentro, desde sí mismas, vistas por sí mismas, tal vez con la naturalidad que nos está vedada a los que todavía pensamos en la pertinencia de construir, a despecho de lo perdido, para que haya ruinas en el futuro. Lo de arriba fue un hotel, antaño muy populoso, en el corazón de la Sagua republicana; lo de abajo, el palacio de Alfert, la morada de un filántropo. Lo más conmovedor de las ruinas tal vez sea que continúan asidas a su naturaleza anterior: el hotel persiste en parecer casa de paso, que acogió a muchos; el palacio casi invadido por el jardín todavía se protege con verjas de los intrusos. Mientras escribía esto recordé que en una perspectiva semejante ya se colocó alguien, que dejó hablar a las ruinas en primera persona, sin interrumpirlas, a unas ruinas especialmente amadas, las de su propia casa. Fue Dulce María Loynaz (1902-1997) y le cedo la palabra:
martes, 11 de marzo de 2008
De las ruinas. Última perspectiva: la ruina interior (III y final)
-superior aquí a la presencia, como decía María Zambrano, a quien no puedo dejar de citar en esta última estancia arruinada donde he querido evocar su nombre. Las ruinas desde adentro, desde sí mismas, vistas por sí mismas, tal vez con la naturalidad que nos está vedada a los que todavía pensamos en la pertinencia de construir, a despecho de lo perdido, para que haya ruinas en el futuro. Lo de arriba fue un hotel, antaño muy populoso, en el corazón de la Sagua republicana; lo de abajo, el palacio de Alfert, la morada de un filántropo. Lo más conmovedor de las ruinas tal vez sea que continúan asidas a su naturaleza anterior: el hotel persiste en parecer casa de paso, que acogió a muchos; el palacio casi invadido por el jardín todavía se protege con verjas de los intrusos. Mientras escribía esto recordé que en una perspectiva semejante ya se colocó alguien, que dejó hablar a las ruinas en primera persona, sin interrumpirlas, a unas ruinas especialmente amadas, las de su propia casa. Fue Dulce María Loynaz (1902-1997) y le cedo la palabra:
lunes, 3 de marzo de 2008
Un maestro flamenco desconocido en la Iglesia de Sagua la Grande

Este viernes llamó uno de mis amigos, funcionario de cultura en Sagua la Grande, para decirme que la feria del libro se prolongaría hasta las 7:00 pm del domingo por acuerdo de última hora, y necesitaba mi colaboración, que me encargara de uno de los espacios vacantes en el salón de conferencias. La feria aquí es para la cultura en su concepto más integrador antes que simple feria literaria, así que me otorgó libertad para decidir el tema, y yo no vacilé. El cuadro de arriba. Una obsesión. Casi ciento cincuenta años hace que fue adquirido para la iglesia nueva de Sagua la Grande y ha devenido sin duda en un enigma patrimonial de los más apasionantes. Siquiera el nombre del autor, ni la procedencia exacta eran conocidos. Sólo repetían algunos con presunción de entendidos que se trata de una obra flamenca encargada a Bélgica por el patronato de la parroquia en 1860. Pero el misterio de este "bautismo" de majestuosas dimensiones (tres metros, casi cuatro de altura, por dos y medio de ancho) fue develado en parte. Me ocupé de reunir todas las pistas para evaluar "Historia del Arte" en la universidad, y este domingo, por primera vez, a intancias de mi amigo, decidí restaurar el laberíntico destino de este óleo, una insólita pieza pintada en Amberes por un maestro que todavía no diré... Este domingo amaneció tan lluvioso y gélido que no creí tener auditorio en la sala del Museo de la Música. Estuve a punto de desistir, pero unos amigos pintores y otros que aman las artes plásticas llamaron para recordarme que no se perdían los resultados de mi pesquisa. Y fui. Hoy creo que la verdadera revelación de la mañana no estuvo en mis palabras sino en el diálogo que tuvimos después, acuciados por el empeño de salvar este hermoso cuadro de la ruina. Luego les cuento más... Espero haberles suscitado alguna curiosidad, una estrategia algo literaria que espero sabrán perdonarme. Es el truco clásico de Scherehezade para seguir con vida y siempre le he tenido fe. Creo que si dejo algo por decir lo completaré mañana por un sentido elemental del compromiso, y entonces, postergando, me garantizo la inmortalidad. ¿Qué creen?
domingo, 2 de marzo de 2008
De las ruinas. Los cementerios bajo la maleza de la ciudad (II)
El primer cementerio estuvo según la tradición en el mismo sitio donde luego fue levantada la plaza de Isabel II, lo que sería el centro de la villa hacia 1830. El segundo, con permiso episcopal, veinte años más tarde ya venía quedando muy cerca del centro y entonces hubo que edificar un tercero, obra del gobernador Casariego, al fondo de la calzada de Concha, con nichos, pórtico, capilla y una cruz monumental. Esto acaeció hacia 1855. Aquí reposarían los fundadores sobrevivientes hasta la fecha, los famosos y los simples, y hasta algún transeúnte de paso, citado involuntariamente con la Muerte para la villa de Sagua la Grande en la segunda mitad del siglo XIX.
Los archivos parroquiales refieren el hábito de enterrar a los suicidas en las afueras, junto al camino; la prohibición inexorable de acoger judíos, musulmanes y chinos inconversos en la única tierra de los muertos. Una señora francesa de Nueva Orleans, Anaïs Bourdin, Vaugirard de soltera, consiguió nicho en los muros a la usanza del camposanto de Espada, primer cementerio moderno de Cuba; en cambio, Francisco Pobeda y Armenteros (1796-1881), fundador del romanticismo criollista, contertulio de Delmonte, sólo obtuvo unas varas de tierra, pobre poeta cuya tumba permanece perdida hasta hoy.
Unos ángeles mugrosos y la reina Oyá, dama reticente (nunca he sabido por qué la tradición afrocubana la asocia con la bondadosa Santa Teresita de Lisieux), algunos loas petró, Madame Brigitte y Baron Cimetiere, tienen dominio propio en el ecuménico territorio que es el cementerio. La ciudad de los muertos, tétrica y hacinada, siempre es hospitalaria. Thomas S. Eliot decía no saber que la muerte hubiese deshecho a tantos. Yo diría, ha socavado no sólo los cuerpos, también la memoria de los cuerpos, que es la única eternidad que hubiéramos podido desearles.
viernes, 29 de febrero de 2008

(Sigamos hablando de España y de Cuba)
Para FMESMENOTA
Todos los iniciados tienen necesidad de una ciudad, de un lugar.
M.Z.
La disidente alumna de Ortega establecía relaciones muy especiales con los sitios que iba habitando compulsada por el imperativo de la raíz, la voluntad sedente de tener casa y patria. La Habana fue un sitio común, en el sentido retrospectivo, para la niña mediterránea que María fue una vez, un paisaje familiar, como le revela a su amigo Lezama en una evocación del primer encuentro: “En aquel domingo que le conocí, la sentí recordándomela, creía volver a Málaga con mi padre joven vestido de blanco –de alpaca- y yo niña en un coche de caballos. Algo en el aire, en las sombras de los árboles, en el rumor del mar, en la brisa, en la sonrisa y en su misterio familiar. Y siempre pensé que al haber sido arrancada tan pronto de Andalucía tenía que darme el destino esa compensación de vivir en La Habana tanto tiempo, pues que las horas de la infancia son más lentas. Y ha sido así. En La Habana recobré mis sentidos de niña, y la cercanía del misterio, y esos sentires que eran al par del destierro y de la infancia, pues todo niño se siente desterrado. Y por eso quise sentir mi destierro allí, donde se me ha confundido con mi infancia.”
María Zambrano llegó a La Habana por primera vez en octubre de 1936, año significativo, casi tanto como el de su regreso, 1939, que marca su ausencia de España hasta 1984. Sólo en La Habana vivió 14 años y aquí asistió a la germinación de un movimiento poético sin precedentes en la Isla, un renacer de la certidumbre de la historia encarnada en la poesía, como ella supo verlo con intuición órfica, propia de los que han vuelto del “descendimiento”, según una expresión muy suya, “los ínferos”. “Yo la figura de Orfeo, -dijo María una vez- más que verla, la siento. Orfeo es el mediador con los ínferos. (…) Yo no creo que se pueda ascender sin dejar algo abajo. Por eso he aceptado el escribir, y el hablar, y el vivir la Historia.”
De su afinidad con el pensamiento de Lezama y los origenistas, esos que creyeron “en su ciudad”, María Zambrano dio fe en un ensayo de 1948 que tituló significativamente “La Cuba Secreta”, un texto que contiene una sobrecogedora declaración de apego a la isla doliente, premonición además de su emerger, resurrecta, por la virtud de la poesía:
“El instante del nacimiento nos sella para siempre, marca nuestro ser y su destino en el mundo. Mas, anterior al nacimiento ha de haber un estado de puro olvido, de puro estar yacente sin imágenes; escueta realidad carnal con una ley ya formada; ley que llamaría de las resistencias y apetencias últimas. Desnudo palpitar en la oscuridad; la memoria ancestral no ha surgido todavía, pues es la vida quien la va despertando; puro sueño del ser a solas con su cifra. Y si la patria del nacimiento nos trae el destino, la ley inmutable de la vida personal, que ha de apurarse sin descanso –todo lo que es norma, vigencia, historia-, la patria prenatal es la poesía viviente, el fundamento poético de la vida, el secreto de nuestro ser terrenal. Y así, sentí a Cuba poéticamente, no como cualidad sino como substancia misma. Cuba: substancia poética visible ya. Cuba: mi secreto.
A esto no hace falta agregar nada, la poesía fecunda la historia, “la isla dormida comienza a despertar”, como profetiza María Zambrano a raíz de la publicación de la antología de los poetas origenistas “Diez poetas cubanos. 1937-1947”.
La viajera que transitaba con su bitácora turbia de la España humeante el océano de la historia, la desterrada, fue acogida por las islas hospitalariamente y fue aquí que asistió al acto germinativo de otras mieses, que vendrían a ser nuevo pacto entre los hombres y el tiempo. Y es entonces que María guarda para después estas palabras, que suenan como dichas hoy mismo: “la verdadera historia –interrumpida siempre hasta ahora, cierto es- no se ha cumplido todavía, pues apenas estamos en su dintel”.
domingo, 17 de febrero de 2008
De las ruinas. La pasión por habitar una sagrada estancia (I)
Los poetas españoles que meditan sobre la sugestión de las ruinas nunca son indiferentes a su alto rango simbólico, al valor moral que siempre tienen las extinciones. Así Rodrigo Caro en su elegía “A las ruinas de Itálica”:
De su invencible gente
solo quedan memorias funerales,
donde erraron ya sombras de alto ejemplo;
este llano fue plaza; allí fue templo:
de todo apenas quedan señales.
Del gimnasio y las termas regaladas,
leves vuelan cenizas desdichadas;
las torres que desprecio al aire fueron,
a su gran pesadumbre se rindieron.
Quevedo, por su parte, añade a su percepción de las ruinas, la denuncia tácita por la decadencia, el enojo del desastre actual, una protesta:
Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
(...) es una esperanza aprisionada, que cuando estuvo intacto lo que ahora vemos desecho quizá no era tan presente; no había alcanzado con su presencia lo que logra con su ausencia. Y esto, que la ausencia sobrepase en intensidad y en fuerza a la presencia, es signo inequívoco de que algo haya alcanzado categoría de "ruina".
Este sábado salí por la ciudad, a contemplar sus ruinas, quevedescamente caminé por las calles próximas al río, donde los fundadores levantaron sus primeros refugios hacia 1770. Como todas las ciudades que el tiempo ha visitado, ésta tiene el cuerpo muy maltrecho. Es generosa en ruinas y ni siquiera figura todavía en la lista de sitios patrimoniales que cada día es más larga en Cuba. María Zambrano, que habitó La Habana, Roma y Morelia no hubiera desdeñado asomarse a estos salones donde crece la hierba. La filósofa que le escribía a su fraterno Lezama cómo había subido vestida de negro a la acrópolis en Atenas, "la cabeza cubierta con un velo de ceniza", supo que las ruinas se pueblan con los crepúsculos. Y que esta ausencia imposible de contener se desborda arrasadora, como el río en sus legendarias inundaciones, y así las ruinas se pueblan, gradualmente, cuando el sol desciende. Entonces entendemos los legos, en ocasiones indolentes por el hábito de transitar estas calles a diario, que las ruinas se bastan a sí mismas y no necesitan nuestra conmiseración. A la intuición de María agrego yo mi propia meditación sobre el sinsentido de renovar lo que ya fue abatido: la ruina física sólo es el síntoma visible de la ruina espiritual, de nada sirve levantar los muros de la ciudad, si ya ha envejecido demasiado para convocar nuevas fundaciones. Como decía Dulce María Loynaz: "las cosas que se mueren no se deben tocar". Sólo mirar, devotamente desde afuera, para advertir que la estancia sigue habitada en el pasado y nada altera la presencia indefinible, esa extraña abundancia, el aviso de que la poblaremos algún día tal vez con otra ausencia...

viernes, 8 de febrero de 2008
Kavafis, camino de la Orplid

miércoles, 6 de febrero de 2008
Diabetes y semiótica
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(Estación principal de la Compañía del Ferrocarril de Sagua, foto de 1902)
Lo que acaeció en un itinerario de 1891
En el tren, camino de Caibarién. Una década después del último viaje, habíamos querido asistir a la reinauguración del servicio. Eramos tres, cada uno con sus propias obsesiones a cuestas: el primero, único aficionado serio al ferrocarril que conozco, ha elaborado una conmovedora poética de los rieles que empieza con el pito de las locomotoras que escuchaba en su infancia y tiene su paroxismo cuando viajaba con el abuelo al lomo de las bestias de hierro; el segundo, viajero más pragmático, quería reanudar un romance en uno de tantos pueblos que recorre el tren, y se disponía a hacerlo, sin agregar más, ni justificar menos; en cuanto a mí, aspiraba a llevar los huesos sanos a Remedios, la octava villa de Cuba, un pueblo que ya proustianamente había idealizado y sopesado en cada sílaba de su nombre. Los tres nos sentíamos de cierto modo viajeros del siglo diecinueve, no tanto por la edad del trayecto, -inaugurado a instancias de los habitantes de Camajuaní, ávidos de enlazarse entonces con la villa de Sagua- sino porque sabíamos que el paisaje y los pueblos permanecían iguales, inmutables, con la misma estampa que admiraron nuestros antecesores, los pioneros de la ruta, viajeros del remoto 1891.
Tomar un tren en Cuba, sin las debidas precauciones, es un peligroso dislate , la locura misma: hacen falta libros, almohadas para suavizar la rigidez de las butacas, botellas de agua, como si de cruzar el desierto se tratase en el lomo de un dromedario cojo y parsimonioso. Tomar aquel tren para llegar hasta Remedios y Caibarién -apenas noventa kilómetros- me suena todavía a inusitada aventura , a Livingstone en el corazón de África, Magallanes transitando los mares del sur, por suerte, lo mismo que aquellos viajeros ilustres, tendríamos la fortuna de hacer descubrimientos: en Mata, cuyo nombre huele a sangre, donde hay un monumento dedicado a una aldea checa arrasada por los nazis, el tren atraviesa el centro del pueblo, en absoluta ignorancia de las disposiciones más ortodoxas del transporte ferroviario; sobre el río Sagua la Chica todavía transitamos el majestuoso puente de fábrica belga que en sus días fue la obra ingenieril más elevada de la Isla; el cementerio de Vega Alta, sobre una ladera, en lánguido desnivel, tiene al centro una palma fulminada por un rayo, para horror de los supersticiosos, es un sitio maldito.
Imagínense un tren europeo, con carteles en neerlandés, casi hermético, sin climatización, rodando, amenazante, durante el verano de Cuba por una vía del siglo diecinueve, salvando puentes y bordeando lomas, hacia el este, hacia Remedios y Caibarién, que en el diecinueve fueron otro país, sólo accesible por mar, hasta que llegó este camino de hierro, siempre tierra prometida para el viajero exhausto.
Este no es uno de los trenes en los que la gente suele dormir, es imposible. Este no es de esos trenes donde la gente lee apaciblemente, mientras transcurre el paisaje, en olímpica indiferencia hacia la belleza vertiginosa de afuera. Este tren es una tertulia, nadie retira los pies, todos rozan al vecino. Los asientos, para colmo de familiaridad, se encuentran situados de frente. Aquí todos hablan, saturan la atmósfera de palabras. Y en los andenes perdidos, suben vendedores ambulantes a proponer sus maníes, granos y turrones, entre los desfallecidos viajeros que apuran además sorbos de su propia agua, como si efectivamente camellos fuesen muy entrenados en la costumbre de llevar provisión encima.
En este tren uno va poseído por palabras, y lo que es lo mismo después del buen Saussure, uno baraja signos, una traviesa sigue a otra bajo las ruedas, signo tras signo, cuesta abajo, incesantemente, hasta la meta: descender, recuperar el divinio don de la inmovilidad, un andén de paz, uf. Y en este concepto de vértigo físico y verbal fue que acaeció algo que mis amigos no han olvidado desde entonces, cuando ya rebasábamos la mitad del trayecto y los estragos del viaje se sentían en el cuerpo y en la mente: en una de las paradas a la vera de cualquier campo, bajo unas palmas, atmósfera del paisaje cubano arquetípico, se detuvo el tren junto a dos bueyes, bestias corpulentas y mansas, cuyos hocicos casi empañaban el vidrio de nuestra hermética ventana holandesa. Al mismo tiempo subieron unos vendores ambulantes ofreciendo caramelos, el viajero pragmático, mi segundo amigo, muy previsor, compró algunos para las vituallas, y me ofreció uno que tomé con avidez, seguido de un comentario desesperado: "si se tardan un poco los suministros, creo que caigo en hipoglicemia...". El comentario pareció sin duda muy extravagante a los viajeros de enfrente, una familia campesina, tanto que la niña no pudo contener una sonrisa y dirigió un gesto cómplice a los padres. Yo, mientras, trituraba excéntricamente el portentoso caramelo, sin reparar siquiera en el sabor que, de hecho, he olvidado como conviene a lo circunstancial. La niña me observaba a estas alturas con suprema atención, como mira la gente a los insectos raros, con la pasión de las nomenclaturas, ¿de que especie será? Mis amigos, distraídos en el oficio, muy proustiano también, de especular sobre los fines de cada viajero, elucubraban sobre la probable estación donde descendería cada uno, participando a hurtadillas de las conversaciones... Fue entonces que se produjo el definitivo cataclismo de códigos semánticos entre el más escudriñado de los viajeros, después de su insólita alusión clínica -yo- y el resto de los inquilinos de aquel salón rodante. Perdido en el laberinto de los signos ajenos reparé, terrible azar, en la visión exótica para mí, -habitante de una ciudad pequeña y provinciana, pero ciudad al fin y al cabo- de los bueyes inclinados hacia nuestra ventana, curiosos e indiscretos, como la gente que espía las peceras a despecho de la privacidad de los peces. Se veían resignados, recordé unos versos de Feijóo y el título de un poemario de René Batista: "Los bueyes del tiempo ocre", la leyenda campesina que los describe como inseparables compañeros de yugo, negado a trabajar uno cuando muere el otro. Atemporales, simbólicos nos miraban con la manera profunda que tienen algunas bestias para mirar, y fue entonces que advertí una circunstancia desconcertante: ambos tenían los cuernos rotos, una mano irreverente había profanado aquella alegoría de la mansedumbre con la sospecha de rebeldía, otra manera de consentir en el derecho a la rebeldía que tienen los uncidos. Y entonces dije, con voz algo imprudente, luego de un codazo a mi vecino, el aficionado a los ferrocarriles: "Mira esto, ¿qué le pasó a alguien con estos mansos, cómo fue que los dejaron así, la cornamenta despuntada?" Hubo un silencio, cierta vacilación. Mi amigo se encogió de hombros, hizo un gesto de indiferencia. Otros sonrieron. La niña guajira de enfrente casi no podía tolerar la risa por lo que debió parecerle un exceso verbal y semántico: !La cornamente despuntada!. Continuó la expectación hasta que un viajero agudo, súbitamente iluminado, casi gritó: !Ño, que trabajo pa'decir que le cortaron los tarros! Corramos un velo piadoso sobre lo que sucedió después...
Hace muy poco otro amigo mío, ausente de aquel memorable viaje por el itinerario de 1891, me refería cómo, mientras interrogaba a una de sus empleadas, - conserje de "Paradiso", un centro cultural que se honra con la evocación de la novela de Lezama- sobre sus últimas ausencias, la mujer se excusaba aludiendo a cierto estado ya legendario para mí, la antedicha hipoglicemia, "es que tengo problemas con el azúcar", -decía- "a veces siento debilidad, no puedo caminar, me dan polisemias". Cada vez que mi amigo cuenta esto, sus interlocutores se burlan a mandíbula batiente por la confusión de la vieja conserje, pero yo no puedo hacerlo. No sólo por el episodio de los caramelos sobre el tren de Caibarién, es que a mí sí me dan polisemias. Sufro polisemias, un exceso de semas en la linfa. Empiezo a decir y significar cosas que ni siquiera puedo entrever, involuntariamente, y me acuerdo de Saussure, en Ginebra, tan aburrido y expuesto a las polisemias, como yo mismo. Ferdinand, ora pro nobis.