He decidido escribir sobre el último interregno de este blog. Algunos han supuesto un silencio voluntario; la lejanía insular, razón que vislumbraron otros, también justificó la ausencia. Se sabe que en esta urdimbre de mundo, la Isla puede, de repente, cortar los hilos y mantener la proa hacia el Levante. Me consideraron extraviado y algunas veces recibí mensajes de los amigos. En atención a ellos, aunque ninguno haya solicitado razones, he decidido explicar los motivos de la Gran Pausa, lo que he llamado el interregno, como si ahora yo fuese un rey devuelto a su dominio legítimo.
Recientemente Animal de Fondo comentaba con lucidez a Yolanda Molina el dilema de tantos blogs cubanos escritos por encargo. Animal tiene razón, y no creo que ninguno de los propietarios de esas bitácoras miméticas lo desconozca. Sin la pasión de darse por convicción, la impersonalidad de lo consignado aleja en lugar acercar.
Este Nictálope apareció hará dos años. Yo quería un sitio para asentar mi propio canon, un pretexto para compartir mis descubrimientos. Pronto la noche y Cuba fueron urdiendo una sola hebra. Entonces el espacio suscitó sus propios asuntos. Apareció la cofradía. El soliloquio del principio, rebasado por la vocación natural de asociarnos, ha alcanzado una dimensión coral. Nunca he dicho cuánto lo agradezco.
Desde la génesis de esta cosmovisión, discreto nacimiento sin estridencias, la idea de una noche propia, sin filiaciones expresas, tuvo enemistades, con el tiempo no tan tácitas como solían presentarse. En ocasiones nadie reparaba en el errático tránsito de uno aficionado a lo invisible que se decía capaz de escrutar la noche al trasluz de su propia mirada. Hermetismo, decían con otro lenguaje; ininteligible voz. Pasé por inofensivo, rebelde sin más argumento que la voluntad de reencontrame conmigo en alguna isla de adentro. Sobreviví a las revisiones sucesivas, al sopesamiento de las imágenes y el contenido. Intenté argüir alguna vez que las ruinas, tantas veces retratadas, son una categoría filosófica.
En los últimos meses arreció la tradicional dificultad. Fui siempre un intruso en Internet. Rebasar las fronteras del dogma, siquiera virtualmente, acaba por desgastar. Fue entonces que decidí cerrar, subastar, irme a otro lado. A casa. Luego vacilé, pude volver y soporté lo insostenible de la estancia.
Recién regreso legitimado por un oficio kafkiano en el que no tengo fe. Trabajo algunas horas repasando cables de prensa y asisto al caos de todo como un espectador indolente. El resto de la jornada puedo rastrear papeles viejos sobre la Ciudad, trazos desvaídos que el tiempo sacraliza.
Sólo el entrañable acto de regresar me justifica.
Pensé titular esta entrada, irónicamente, “Un cuento alegre”, como Rubén Darío cuando relata el drama de un poeta, juguete de la corte, al final malogrado y muerto. Por Libélula desistí. Porque pidió un cuento para aliviarse las sienes y no puedo darle una roca en lugar de pan sin faltar a la devoción que me ha profesado.
Sagua la Grande, 3 de noviembre de 2009.
Recientemente Animal de Fondo comentaba con lucidez a Yolanda Molina el dilema de tantos blogs cubanos escritos por encargo. Animal tiene razón, y no creo que ninguno de los propietarios de esas bitácoras miméticas lo desconozca. Sin la pasión de darse por convicción, la impersonalidad de lo consignado aleja en lugar acercar.
Este Nictálope apareció hará dos años. Yo quería un sitio para asentar mi propio canon, un pretexto para compartir mis descubrimientos. Pronto la noche y Cuba fueron urdiendo una sola hebra. Entonces el espacio suscitó sus propios asuntos. Apareció la cofradía. El soliloquio del principio, rebasado por la vocación natural de asociarnos, ha alcanzado una dimensión coral. Nunca he dicho cuánto lo agradezco.
Desde la génesis de esta cosmovisión, discreto nacimiento sin estridencias, la idea de una noche propia, sin filiaciones expresas, tuvo enemistades, con el tiempo no tan tácitas como solían presentarse. En ocasiones nadie reparaba en el errático tránsito de uno aficionado a lo invisible que se decía capaz de escrutar la noche al trasluz de su propia mirada. Hermetismo, decían con otro lenguaje; ininteligible voz. Pasé por inofensivo, rebelde sin más argumento que la voluntad de reencontrame conmigo en alguna isla de adentro. Sobreviví a las revisiones sucesivas, al sopesamiento de las imágenes y el contenido. Intenté argüir alguna vez que las ruinas, tantas veces retratadas, son una categoría filosófica.
En los últimos meses arreció la tradicional dificultad. Fui siempre un intruso en Internet. Rebasar las fronteras del dogma, siquiera virtualmente, acaba por desgastar. Fue entonces que decidí cerrar, subastar, irme a otro lado. A casa. Luego vacilé, pude volver y soporté lo insostenible de la estancia.
Recién regreso legitimado por un oficio kafkiano en el que no tengo fe. Trabajo algunas horas repasando cables de prensa y asisto al caos de todo como un espectador indolente. El resto de la jornada puedo rastrear papeles viejos sobre la Ciudad, trazos desvaídos que el tiempo sacraliza.
Sólo el entrañable acto de regresar me justifica.
Pensé titular esta entrada, irónicamente, “Un cuento alegre”, como Rubén Darío cuando relata el drama de un poeta, juguete de la corte, al final malogrado y muerto. Por Libélula desistí. Porque pidió un cuento para aliviarse las sienes y no puedo darle una roca en lugar de pan sin faltar a la devoción que me ha profesado.
Sagua la Grande, 3 de noviembre de 2009.