-Antaño fui monárquico. Por ahí queda la dedicatoria que hizo un amigo a la cabeza de un cuento suyo donde ocurren atrocidades en un patio francés: María Antonieta mira de reojo a la Dubarry, sin prever que ambas perderán a cabeza a manos de los jacobinos.
A los nueve años compré una “Historia de la Edad Media”. Lo recuerdo bien: un capitel románico en la cubierta, y detrás, la armadura completa de un caballero medieval. Abarcaba hasta los días de Versalles. Tenía un grabado dorado de Carlomagno como emperador de los francos y otro de Enrique IV de Alemania, descalzo y trajeado de penitente ante las puertas de Canosa. Esa paradoja de la monarquía triunfante y la majestad caída me sorprendió entonces. ¿Cómo se experimentaría –pensé- el vértigo de esa caída desde el poder ilimitado hasta la humillación y el martirio? A mi amigo Alexei, arcipreste, le hace gracia oírme pronunciar el nombre ruso de Yekaterinburg, el sitio donde los bolcheviques liquidaron a la familia del zar. Entiendo que para la historia no significa nada el mujik anónimo que murió de azotes, pero no puedo evitar la compasión por la princesa Anastasia, ni pensar en las últimas joyas que llevaba cosidas en el forro del traje, en su belleza, en el disparo a quemarropa y en el estupor de sus verdugos.
Aquella vieja “Historia…”, hallada por azar en el recodo de una librería, tenía además una lámina que me obsedió y me condujo a intentar una Restauración, una de esas regresiones a las que suelen inclinarse tanto las monarquías. Era la pirámide de las relaciones feudales: arriba, el rey, sentado en un sillón omnicomprensivo, con expresión de santo; en el escalón inferior, los grandes señores feudales: duques, condes, marqueses; debajo los sencillos caballeros vasallos de segunda; al fondo, los campesinos dependientes hartándose de cerveza. Era un régimen lógico, racional, comprensible: todos pagaban al señor sus rentas en especie y en dinero, pero el señor tenía a su vez otro señor, a quien también pagaba, y encima de todos estaba el rey que cuidaba de sus súbditos. Mi rey favorito: Luis IX, el cruzado. Vi una estampa suya al momento de morir en Túnez, místico, con rictus amargo y conformidad piadosa por no haber alcanzado las riberas de Tierra Santa.
Así empezó el juego: mi hermana, duquesa; mi hermano, conde –a veces degradado a caballero si nos disgustábamos, en ocasiones simple palafrenero-; los amiguitos del barrio fueron agraciados también con toda suerte de dignidades francesas o alemanas. Hubo hasta una opulenta landgravesa, lo recuerdo bien. Yo mismo redacté los títulos y los sellé con pegamento de harina pan que denominábamos lacre, hábil amanuense. Para las comidas frugales y las meriendas de agua con azúcar prieta inventamos un grave ceremonial inspirado en los Habsburgo. Quedaba constituida nuestra monarquía. Quisiera decir que me hubo elecciones, una dieta, un incipiente parlamento, pero no sucedió así: fue una monarquía absoluta.
Transcurría el año de 1993. En nuestro edificio todos empezaron a sembrar en cada lienzo de tierra improducta. Los niños nos hicimos apuntar en la iniciativa. Mi papá y yo sembramos dos matas de guayaba; una se malogró, la otra demoró muchos años en dar frutos. Regábamos los sembrados desde los balcones con mangueras conectadas al grifo. Cuando el agua escaseó, empezamos a construir un pozo que hubo que cegar más tarde, por inútil. Había cierta expectativa de peligro en esos días y se construían muchos túneles. En esas galerías subterráneas sesionaba nuestra corte. Por todas las producciones obtenidas inventamos una renta: el que siembra tomates consume algunos y da los otros en concepto de tributo, el que colecta limones o vainas de gandul, igual tributará, en igualdad, para que todos puedan alcanzar. Los tributos se repartirían equitativamente. El régimen duraría siglos. La economía volvía a ser natural y cerrada. El rey solamente no trabajaría; se encargaría de distribuir y consensuar. A veces –muy pocas- se hacia empujar en un triciclo loma abajo para sentir el vértigo en los dedos. También exigía que lo llamaran “Majestad”. Por último, su política de prestigio obligaba a practicar onerosas expediciones en el alcantarillado y los marabuzales.
Todavía no sé por qué me derrocaron.
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