sábado, 30 de octubre de 2010

Explicándome como una liebre muerta

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La liebre que explicaba los cuadros
ha muerto.
El paisaje inerte del río haciendo torbellinos
colmó su noción del error.
Cómo envidié a los niños que trepaban hasta la cima del arco.
Su piel de tañer hasta la sordera
la cuerda que mueve a las libélulas
debió envolverme a mí, para mojarla
al fondo de la retícula abigarrada que hizo meditar
a la liebre cuando explicaba
un matiz áureo de los cuadros,
antes de callarse para morir.
Cruzábamos a hurtadillas hacia el final de la avenida.
Había un obelisco que nadie sabe si fue
un recuerdo finisecular para los transeúntes postreros,
un poste de caminos
con señales de extravío o una mentira cardinal.
Cuando abordé el puente sólo veía
el halo de nieblas que sopla
desde el erial de las riberas
para velar una campánula, flor que tañe
en mi cabeza por los animales muertos de esta noche,
hijos míos que fulgen con luces de mortandad reciente.
Ha muerto la liebre que explicaba mi estancia
al centro del puente,
bajo la niebla vacía de los arcos.
Este paisaje ya no tiene razón de hijos quietos para mí.

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Foto: Crepúsculo de las calles Ribera y Padre Varela, 26 de septiembre de 2010.

domingo, 24 de octubre de 2010

Metafísica del caminante descalzo

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Ha sido un domingo metafísico, condición que no excluye la experiencia costumbrista.

Apareció la limosnera. ¿Hay algo para San Lázaro? ¿En verdad será para él? Mi madre le alcanza dos monedas. En la bandeja hay billetes. Fueron colocados encima, como por descuido. Advertimos que se le ve muy gruesa. Diríase que bien alimentada por el Santo con jugosos mendrugos. Quizás padezca un desorden metabólico. No -rectifico ante su estampa descalza y alienada-, padece un malestar metafísico. El mismo que impelía a Norma a vender la pasta dental con un ademán de heroína operática, mientras su hija gritaba: ¡Mami, no la vendas! Retorna Norma, con su calzado plástico; la limosnera se aleja, acariciando las aldabas de todas las puertas. ¿Algo para San Lázaro? Hierve la acera bajo su peso.

Esta tarde lavé mis zapatos. Es un acto simbólico. Sirve para desembarazarme de los caminos anteriores, para desandar con pasos primigenios los mismos caminos. La biografía de un par de zapatos siempre será dramática. Son entes metafísicos que se empeñan en alcanzar el final de cualquier ruta –aun las inútiles- a costa de su despedazamiento.

Para mi confusión, noté el paradójico vínculo que emparienta a la reducida nómina de mis zapatos: no los he comprado yo. ¡Qué sorpresa! Los tenis bajos proceden de E., que los juzgó simpáticos para mí; los altos fueron solicitados por R. a unos parientes, para obsequiármelos; aquellos de cuero brasileño, algo desvaídos, y estas sandalias, provienen de la bolsa de B. De pronto me siento vulnerable, descalzo para mis propios caminos, como la limosnera de esta mañana.

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Fotos: Muro de mi casa. Limosnera dominical, frente a la ciudadela de Colón y General Lee.

viernes, 22 de octubre de 2010

¿Quién era Amélie D…?

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Vea: Amélie D...

Era hijo de unos inmigrantes de Nueva Orleáns. Sus padres, Adán Estanislao Dertez y Clara Margarita Materre, se establecieron en la villa de Sagua la Grande, donde también nació su hija María Celeste.

Los Dertez no fueron los únicos norteamericanos de origen francés que emigraron a la comarca del Undoso. Recuerdo los pormenores de la muerte de una madame Dubois, de soltera Vaugirard, viajera procedente de la Luisiana que pagó un nicho en el Cementerio Católico, mientras que el poeta Francisco Pobeda sólo alcanzó una parcela de limosnas en el antiguo camposanto. Mistress Vanderkieft, esposa del cónsul de Inglaterra y Holanda que hizo comprar en Amberes un gran óleo al artista Correns para decorar el baptisterio donde cristianaron a Amélie D…, también descendía de una familia que poseyó plantaciones en el Mississippi. Se apellidaban Someillán y Lamarlière.

Los doctores Descoust, Gallard y Brouardel, decididos a proteger la identidad del sujeto sometido al escrutinio de los tribunales parisinos en 1886, dejaron datos suficientes para identificar a Amélie D… Sagua la Grande, 12 de febrero de 1865. Una mañana en los archivos parroquiales bastó para hallarla.

Natalia Amelia Josefina Dertez vino al mundo con el auxilio de Bernardina Domínguez, la misma comadrona que presenció los nacimientos del flautista Solís, el gran Albarrán y el general Robau. También fue bautizado por Francisco Lirola. Existía una orgullosa sentencia en aquella época: Me recibió Bernardina y me bautizó el padre Lirola, ni los dioses me igualan ni mejoran. Mademoiselle Dertez no vaciló en declararlo en París.

Amélie D… recibió los nombres de sus padrinos, Natalia Lanier -¿francesa?- y José Quevedo. Al parecer, la familia siempre lo llamó Amelia. Su hermana María Celeste, de dos años, fue bautizada en la misma ocasión. Infiero que aguardaban por la madrina, que tal vez seguía en Nueva Orleáns, su tía Eufemia Materre.

¿Nunca se conoció en Sagua que Amelia Dertez era hermafrodita? ¿Nadie comentó aquí que un tribunal francés había declarado hombre, al que antes vestía ropas femeninas y luego cortejó mujeres en la Francia de la belle époque? Lirola no consignó ninguna aclaración al margen de la partida de bautismo. Si lo supo, prefirió callar. ¡Qué mala pasada que la pequeña Amelia haya resultado hombre! La Iglesia –¿Dios?- también se equivoca. Antes hubiera culpado al Maligno. Un velo –diría- cubrió mis ojos. Pero Lirola era un cura del siglo XIX, capaz de hacerse retratar de paisano, para escándalo de su sucesor, el ultramontano padre Cavaller.

¿Y qué pasó con Natalia Amelia Josefina? ¿Qué nombre adoptó al momento de su metamorfosis? ¿Siguió la suerte de Herculine Barbin?

Fatiga revisar los índices de los archivos parisinos. ¿Aparecerá algún señor Dertez, nacido en Sagua la Grande, el 12 de febrero de 1865? ¿Dónde buscar? ¿Cuáles años?

Seré paciente.

Amelia Dertez, hermafrodita, criatura extraordinaria, andrógino tropical, me convida a internarme en aquel París finisecular, me desafía a encontrar su silueta invertida en los arcos que permiten andar sobre las aguas de la perfección.

Ojalá haya resistido al deseo de hundir su levedad en esas aguas…

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Foto: Registro bautismal de Amélie D… Manuscrito de Francisco Lirola.

Anexo.

Partida de bautismo de Natalia Amelia Josefina Dertez
Archivo de la Iglesia Parroquial de la Inmaculada Concepción de Sagua la Grande.
Libro de Bautismos de Blancos, Tomo IV, folio 59, No. 101, año de 1865.

(Al margen)

N. 101.
Natalia Amelia Josefina Dertez
Leg a.

(Al centro)

Domingo veinte y cinco de Junio de mil ochocientos sesenta y cinco años: Yo D. Franco. Lirola, Cura Beneficiado por S.M. de la Yglesia Parroquial de ascenso de la Purísima Concepción de Sagua la Grande y Vicario Foraneo de ella y su jurisdicción, bauticé solemnemente y puse por nombre Natalia Amelia Josefina á una niña que nació el dia doce de Febrero del corriente año, hija legítima de D. Adan Estanislao Dertez y de Da. Clara Margarita Materre naturales de Nueva Orleans, y vecinos de esta feligresía. Abuelos paternos D. Luis Constante y Da. Celeste Cautrelle; maternos D. Juan y Da. Clara Martin. Fueron sus padrinos D. José Quevedo, y Da. Natalia Lanier, á quienes advertí el parentesco espiritual y obligaciones que contrajeron; y lo firmé=Franco. Lirola (una rúbrica)

(sic)

sábado, 16 de octubre de 2010

Clave a Martí

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Alguien cambió la cancioncita republicana que deplora la ausencia de Martí. ¿Quién? Donde nos faltaba se supone que le tenemos; donde decía que “no debió de morir” se afirma que “vuelve a vivir”. Pese a tal reescritura antónima, la gente común la considera una tonada sediciosa.

La canción, de origen al parecer ignoto, es atribuida por algunas fuentes al trovador Alberto Villalón. La versión que he escuchado, interpretada por la remota –y desconocida para mí- Lalita Salazar, comienza con una alusión al Himno de Bayamo. Su cubanidad rítmica y plañidera me ha conmovido. Sobre ingenuidades menos emotivas se erigió nuestra nacionalidad. Las palmas, por ejemplo, que no vio Heredia en los riscos del Niágara. Y a mí me gustan los parques con palmas.

Nadie que no sea cubano entendería por qué hemos deplorado obsesivamente durante los últimos ciento quince años la orfandad que nos impuso la muerte anticipada de Martí.

La utopía martiana se halla tan difundida en nuestro imaginario que retorna en cada crisis, en cada delirio; vuelve con la marea de las frustraciones y se muestra siempre como la única panacea para la desdicha de Cuba.

Oyendo a Lalita Salazar, recordé otra vez el discurso de Jorge Mañach en el Salón de los Pasos Perdidos: en medio de tanto extravío, Martí es el gran ausente. Pero su ausencia será siempre paradójica; diríase que es el ausente más recordado, el más invocado de los idos.

José Cemí, alter ego de Lezama en “Paradiso”, tropezó en el laberinto de las criaturas habaneras con un guajiro borracho que se tambaleaba de felicidad mientras decía: “estoy como lo soñó Martí”.

Ay –digo también, al ritmo gozoso de esta pequeña elegía-, él se apagó.

¿Para qué decir que le tenemos? ¿No fue él quién quiso “hombres que digan lo que piensan, y lo digan bien”?

Con mi arraigada afición elegíaca, y la ingenuidad de los que se consideran destinatarios de las cartas a María Mantilla, donde se dice que “amor es delicadeza, esperanza fina, merecimiento y respeto”, sigo repitiendo la cancioncita republicana de su ausencia:


Aquí falta, señores, una voz: (bis)
ese sinsonte cubano, ese mártir hermano
que Martí se llamó.
-
(bis)
-
Pero falta el clarín de mi Cuba,
pero falta su voz.
Él se apagó.
-
Martí no debió de morir,
ay, de morir. (bis)
-
Si fuera el maestro del día, otro gallo cantaría,
la patria se salvaría y Cuba sería feliz. (bis)
-
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Foto: Martí de Caibarién, Paseo Martí, 30 de julio de 2007

Clave a Martí, versión libre de las Hermanas Márquez


martes, 12 de octubre de 2010

Niño Rusalka

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Viene el niño de la cinta anudada al brazo,
el aficionado a las insignias,
el insolente niño que frunce sus deseos volátiles
y se refugia tras la encina.

Donde estábamos solos ya no estamos: una multitud
se deja encandilar por el orín
de los anillos devueltos.
Por cada dios
hacemos una libación a la entrada del bosque,
levantamos altares a la diestra del camino y corremos
la suerte de las estatuas en el sueño.

Donde se le ve todavía distante
ya era como Rusalka: balbuceaba sus peticiones
a la luna de Bohemia
y se condolía de nuestro estupor.

Eres el niño sedente.
Llevas la costra negra del camino en los ojos y no puedes ver la roca
al fondo del corredor;
la cinta del final es la señal
para clausurar la fatiga en este paraje turbio.

¿Quiénes son ellos, los que se tienden sobre la fuente seca
a representar las maromas de su fatiga,
niños de cuentagotas
que incitan la vuelta de las lluvias?

Se dan enteros por una moneda y la cuchilla
de separar cabezas.

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Foto: Acera colonial de Céspedes y Padre Varela.

sábado, 9 de octubre de 2010

Un texto inmaduro



En el espejo hay un adolescente. Soy yo, malgré moi.

Mi difunto profesor de geografía los llamaba “gente ce”. Son aquellos –explicaba poseído de su ingenio- cuyas edades terminan en “ce”: once, doce, trece… Gente Ce también era un club de geógrafos aficionados donde a mí me tocaba describir siempre el curso del río Sagua la Grande, desde la Sierra Alta del Agabama hasta los embalses Arroyo Grande Uno y Dos, Palmarito –que no aparecía en los mapas de la era soviética pero ya estaba por ahí, en algún lado- y Alacranes, el segundo de Cuba. (Cuando no se puede ser el primero se tiene orgullo en ser segundo; bien lo saben los sagüeros, que se jactan de vivir en la segunda ciudad de la provincia.) Tan minucioso era mi recuento –metro a metro- que el río en lugar de parecerme símbolo fluyente, como a Heráclito, sólo me devuelve una imagen adolescente. Soy Narciso, el adolescente contemplativo.

Antes a mí me encantaba enfermarme. De cualquier cosa. Si la fiebre se porta benévola se siente una calidez honda, unas ganas de ovillarse como gato, y un dolor en las articulaciones que no duele sino complace. Me han dicho que es un disparate que yo afirme que el sexo con alguna fiebre sea como un asado común que de pronto un chef genial adereza con una especia exótica. Se lo pierden. Y conste que sobre este punto se han burlado de mí algunos presuntos gourmets del sexo. En fin, que siempre he sido un adolescente afiebrado, y me encantaba enfermar para obligar a mi hermana menor a leerme algún cuento de Gianni Rodari y a fingir que era mi hermana mayor. Es que sólo tengo una hermana, ¿ya? Lo mejor de la temporada de fiebres, empero, no eran los cuentos. Mi mamá había legislado desde tiempos inmemoriales que los hijos enfermos dormirían con ella, a su cuidado. Me encantaba usar ese privilegio, casi feudal, de mudar a mi papá de cama. Soy el adolescente inveterado que hubiera querido restituir esa fenecida costumbre durante el episodio de gripe de esta semana.

Me evoco ahora en el cumpleaños de Yensy Saint Jago, codiciando los auténticos adornos de vidrio de su arbolito de navidad. Eran la moda reciente de entonces, cuando se bailaba “La Macarena”. Yensy, retadora, había colectado entre las viejas del barrio algunas bolas agrietadas en el escaparate hermético de la antinavidad. La envidiaba el adolescente envidioso, que en verdad tenía su propia cuota de adornos aportada por las abuelas. No fue culpa de él, sino de “La Macarena”: la bola insignia, al centro del matojo, se zafó de su rama. La fiesta de Yensy Sant Jago se hizo añicos. Ojalá Yensy me lea sin rencor, ahora que se hace llamar Yensy Smith y compone sus árboles con las bolas irrompibles de otra parte.

Escribo después de la medianoche; me doy ese lujo de adolescente. El espejo, entre sombras, parece un retrato animado. Soy el adolescente Dorian Gray, siempre a pesar mío. Alguien advierte un halo de este lado de la casa y viene renqueando con una linterna a recordarme que son las tres de la madrugada. Mi papá, ex profesor de ajedrez, ejerce su frustrado oficio de acomodador de sala cinematográfica. Son las tres. Lo sé: Sonia Suárez, en el pasillo de al lado, empezó a romper cocos. Quisiera poner una onomatopeya aquí, pero eso le infligiría un rasguño de rodilla adolescente al texto. Además, nadie imaginará qué se siente. Soy un adolescente de Kandahar.

Dentro de un mes –el 8 de noviembre- cumpliré veintisiete años. Ayer me dijeron que aparento menos –me lo dijo un adolescente- pero no sé si atribuirlo a mi apariencia juvenil o a ciertas circunstancias que hacen de mí un adolescente forzoso: vivir en la casa de mis padres, dormir en la cama de mi infancia, fingir que mis necesidades afectivas y eróticas no existen, etcétera…

La Sant Jago y yo planeábamos casarnos, enviar a mis padres a un asilo para ancianos prematuros, cambiar el mobiliario, hacernos llamar don y doña. Fue un delirio adolescente, previo a su investidura como señora de Smith. Planificábamos dar gritos de independencia –gritos literales- que anularan a Yara, Dolores, Baire e Ipiranga. ¡Ay Yensy, qué de gritos tardíos, qué extemporánea –y ridícula- se me torna la adolescencia inveterada…!

Amanece por fin, y me duermo en el país de los muñecos de palo con la fiebre floreciendo, a mi pesar, en la frente de mi país.

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Foto: MGV, por él mismo, en agosto de este año.

sábado, 2 de octubre de 2010

Amuletos rojos

Nadie sabe por qué se usa como protección para el mal de ojo. He indagado por una razón mitológica. ¿Qué virtud posee para conjurar envidias? Parece un amuleto de Changó.

Sigo por la calle Padre Varela. Los portales junto al río, abatidos por las aguas, fueron residencias de comerciantes y funcionarios coloniales. En la esquina estaba la primera cárcel, donde apenas hubo sitio para los traficantes de esclavos del bergantín Emperatriz, capturado por el gobernador Casariego en 1850. Una acera alta delimita el solar yermo de la antigua tenencia de gobierno. Hacia Ribera, de cara a las aguas, vivía Lavié, cónsul de Francia. Su muerte sorprende todavía: se atravesó el corazón con un compás.

Finjo interés en el paisaje fluvial; pienso que es malgastarse, pues permanece inalterado desde 1923, cuando lo describió Jorge Mañach. El propósito de observar al sesgo a la negra que toma el aire en medio de una nube de libélulas se cumple. Me interpela con naturalidad. Quiero saber si fue discípula de María Camión, pero no me atrevo a interrogarla sobre tan remota liviandad.


-Quieres ver lo que tengo –no interroga, lo manifiesta, y el ofrecimiento tienta.

Esta mujer también cuelga su cactus rojo a la vista de los transeúntes. Presume de sacerdotisa; le dice a mi amigo “no preguntes en ningún lado, tú eres hijo de Ochún”.

Un acólito nos lleva al ala más antigua del edificio. “Ellos no quieren pasar a la casa nueva”. El trono –como le dicen al altar- está dedicado a Ochún, pero incluye homenajes a Obatalá, Yemayá y Changó.

La dueña evoca al Ogún de Bienvenido García, el célebre santero blanco de Pueblo Nuevo. Habla de Kunalumbo, el cabildo congo, y de sus antiguos reyes, los Samá. No vacilo en preguntarle sobre la Regla de Palo Monte.

Habla, a borbotones, como un manantial rojo. Castiga la ambición de tantos presumidos empeñados en obtener secretos con simonía, comprándolos. Excomulga a los veleidosos de hoy, dicta admoniciones y sonríe desde su parapeto protegido por miles de amuletos.

Uso una disculpa cortés para seguir caminando.

Se me ocurre que Monsieur Lavié, asediado por los envidiosos, haya querido ahuyentarlos con el rojo de su propio corazón.

viernes, 1 de octubre de 2010

La Serafina

La oigo en las madrugadas. A esa hora tañe, funérea, como una elegía del siglo XIX. No se detiene ante los muros; penetra por las grietas de la duermevela.

La paradoja de su sonido fue advertida por viajeros eruditos: en las mañanas, dilatado su metal por la luz, suena a epigrama cenital en cada golpe de badajo.

Ramón de la Sagra la escuchó el 22 de abril de 1860:

Una sonora campana nos llamó está mañana al templo, y su sonido fué para mí también un recuerdo de una generosa amiga á quien fué aquella debida.(1)

La nueva iglesia neoclásica de la Villa de Sagua la Grande, según De la Sagra, era entonces “la más bella de su género en la Isla de Cuba”(2). Antonio Miguel Alcover, en su recuento de los benefactores de la obra, aludió a los donantes de las extraordinarias campanas:

La campana mayor, ó sea “La Serafina”, la regaló Da. Serafina Jenks de Torices. La segunda campana, fué donativo de Da. Concepción Montero de Toneu; la tercera fué obsequio de un devoto que ocultó siempre su nombre y la cuarta de D. Ignacio Larrondo. “El peso de ellas ascenderá á cuatro ó cinco mil libras y su costo no baja de $2.500”.(3)

Serafina Jenks procedía de una familia de Matanzas cuyas posesiones azucareras fueron frecuentadas por numerosos viajeros. Casó con Rafael Rodríguez Torices, anfitrión inesperado de Ramón de la Sagra durante el último viaje del coruñés enciclopédico a Cuba. En su descripción de la comarca del Undoso, De la Sagra revela el vínculo de esta familia con la Villa: Torices, capitalista recién nombrado Senador del Reino por Isabel II, integraba la Junta Directiva de la Compañía del Ferrocarril de Sagua.

Serafina quizá vino para presenciar la consagración de la nueva iglesia por Su Ilustrísima Fleix y Solans. Aquel día -19 de febrero de 1860- se develó una lápida esculpida en Nueva York donde mencionan a los dignatarios implicados en la erección de la obra maestra del estilo georgiano en Cuba. Otros fueron honrados apenas con una mención a “los piadosos esfuerzos” de “patricios y estrangeros”. Entre esos anónimos figuran algunos de los verdaderos artífices. La sucinta alusión a los patricios también incluye a Serafina Jenks.

Una olvidada colección de ditirambos de mediocre contenido poético contiene algunos obsequios rimados para doña Serafina. De cumpleaños aparece, entre condesas y marquesas, en inminente maternidad:
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Ninfa del Yumurí, yo te saludo
Del Mariano en la feliz ribera,

Donde de la salud fijó el escudo
El Dios eterno que en el cielo impera
Y á quien habla la fé con lábio mudo.

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Yo te saludo, hermosa Serafina,
Por que de la virtud soy entusiasta,
Y al contemplarte con virtud me basta
Para elevarte á la region divina.
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Como hija digna, de tu padre tierno
Fuiste joya riquísima y preciosa:
Hoy como amable y escelente esposa
Te señala en el mundo el dedo Eterno.
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Mañana, madre te verás ufana
De tu pasión gozando las primicias
Y esprimiendo dulcísimas caricias,
En el fruto del amor que te engalana.(4)
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Venida del taller de algún fundidor célebre y desconocido, La Serafina tañe con metales inauditos. Ensordecía cuando subí al campanario; no advertí que daban las doce del mediodía. Hay una escalinata que conduce al órgano, luego una estancia vacía con una claraboya oval, encima, la cámara del reloj, y una escalera de caracol se abre bajo las campanas.

Jorge Mañach, que gustaba de oír bronces en sus viajes por Europa y América, afirmó que éstos “no tienen rival”. Parece el entusiasmo de un ausente, pero sus razones no admiten réplica:

Estas campanas –escribió en 1923- no son precisamente las siempre lentas, solemnes, sonoras o monjiles de Azorín, sino que suenan hondo como una cuerda de guitarra; atropelladas como en alarma; optimistas o fúnebres; netas a veces, y a veces como si estuvieran gloriosamente rotas.(5)

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Notas:

(1) Ramón de la Sagra: Carta de Sagua la Grande, La Verdad Católica, Periódico religioso dedicado a María Santísima en el misterio de su Inmaculada Concepción, Tomo V, Imprenta del Tiempo, Habana, 1860, p. 40.

(2) Ramón de la Sagra: Historia física, económico-política, intelectual y moral de la Isla de Cuba. Relación del último viaje del autor, Librería de L. Hachette y Ca., París, 1861, p. 218.

(3) Antonio Miguel Alcover y Beltrán: Historia de la Villa de Sagua la Grande y su Jurisdicción, Imprentas Unidas de La Historia y El Correo Español, Sagua la Grande, 1905, p. 551.

(4) (Fragmento). D. Manuel Abreu: Colección de versos laudatorios, Imprenta Militar, Habana, 1860, p. 44.

(5) Jorge Mañach: Glosario, Ricardo Veloso Editor, La Habana, 1925, p. 66.