Nadie sabe por qué se usa como protección para el mal de ojo. He indagado por una razón mitológica. ¿Qué virtud posee para conjurar envidias? Parece un amuleto de Changó.
Sigo por la calle Padre Varela. Los portales junto al río, abatidos por las aguas, fueron residencias de comerciantes y funcionarios coloniales. En la esquina estaba la primera cárcel, donde apenas hubo sitio para los traficantes de esclavos del bergantín Emperatriz, capturado por el gobernador Casariego en 1850. Una acera alta delimita el solar yermo de la antigua tenencia de gobierno. Hacia Ribera, de cara a las aguas, vivía Lavié, cónsul de Francia. Su muerte sorprende todavía: se atravesó el corazón con un compás.
Finjo interés en el paisaje fluvial; pienso que es malgastarse, pues permanece inalterado desde 1923, cuando lo describió Jorge Mañach. El propósito de observar al sesgo a la negra que toma el aire en medio de una nube de libélulas se cumple. Me interpela con naturalidad. Quiero saber si fue discípula de María Camión, pero no me atrevo a interrogarla sobre tan remota liviandad.
-Quieres ver lo que tengo –no interroga, lo manifiesta, y el ofrecimiento tienta.
Esta mujer también cuelga su cactus rojo a la vista de los transeúntes. Presume de sacerdotisa; le dice a mi amigo “no preguntes en ningún lado, tú eres hijo de Ochún”.
Un acólito nos lleva al ala más antigua del edificio. “Ellos no quieren pasar a la casa nueva”. El trono –como le dicen al altar- está dedicado a Ochún, pero incluye homenajes a Obatalá, Yemayá y Changó.
La dueña evoca al Ogún de Bienvenido García, el célebre santero blanco de Pueblo Nuevo. Habla de Kunalumbo, el cabildo congo, y de sus antiguos reyes, los Samá. No vacilo en preguntarle sobre la Regla de Palo Monte.
Habla, a borbotones, como un manantial rojo. Castiga la ambición de tantos presumidos empeñados en obtener secretos con simonía, comprándolos. Excomulga a los veleidosos de hoy, dicta admoniciones y sonríe desde su parapeto protegido por miles de amuletos.
Uso una disculpa cortés para seguir caminando.
Se me ocurre que Monsieur Lavié, asediado por los envidiosos, haya querido ahuyentarlos con el rojo de su propio corazón.
Una curiosisdad. Aquí todavía hay gente que ata un pequeña cinta roja en la muñeca de los bebés o ponen un lacito rojo entre sus ropas contra el mal de ojo. Eso es una práctica común en círculos minritarios de población en la que todavía prevalecen arraigadas muchas supersticiones. Población de gitana, sobre todo.
ResponderEliminarSaludos
Aquí sigue vigente la mística del "punzó", y eso que no tenemos gitanos...
ResponderEliminarA los niños los protegen también con azabaches y ojitos de oro.
Un abrazo.
Está interesante la entrada, Maykel. Me gustó la forma de empezar a hablar con ella. Creo que ya te dije que los Orishas me parecieron los dioses griegos, que siempre son versiones más civilizadas que las monoteístas.
ResponderEliminarYo creo ser de Obatalá y de Ochún, aunque, si se pudiera elegir, prefiero la nieve.
¿Le das ron a los santos cuando abres la botella? Aunque tú eres capaz de no tomar ron.
Un abrazo.
Pues a mí me gustaría ser de Obatalá, cerebral, pero no lo consigo del todo.
ResponderEliminarEn cuanto al tributo de la botella, es increíble como lo exigen; casi siempre se derrama un poco.
Un abrazo.
Los "ojitos de oro" son ojos de Santa Lucía para espantar el mal de ojo.
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