La noche del viernes nos convidaron a una reunión en la iglesia. Fue una emboscada: primero tuvimos que asistir a misa. Una mujer, Gloria, no aceptó arrodillarse al momento de la eucaristía. -¿Por qué, si no creo que ahí esté Dios? –y se sentó-. Yo también permanecí quieto y aproveché para examinar a los concurrentes. Había poco más de una docena de seropositivos. Algunos vinieron acompañados de su familia. Los demás eran feligreses.
La misa rebosó de alusiones: vida eterna, apocalipsis, enfermedad, conciliación. La dicción del sacerdote era pésima. Es maltés, como el halcón de Humprhey Bogart, la noticia más cercana que tenemos de esa isla. Un halcón mudo y oscuro, un cura que bisbisea la liturgia es todo lo que sabemos de Malta, cuya capital es mucho más pequeña que la ciudad del Undoso.
Conozco el ceremonial católico, pero me dio pereza responder las consabidas preguntas. Solo al final me decidí a decir “y con tu espíritu”.
Después de la misa nos invitaron a pasar a la sacristía. Un acólito ofrecía la mano en la puerta con ademán de pésame. Tomamos asiento en una mesa antigua, semejante a la que suelen adjudicarle a la Última Cena, aunque sabemos que no hubo tales muebles en aquellos días. Los que no alcanzaron asiento ocuparon butacas, e incluso un alféizar.
Los convidados conservaron la gravedad litúrgica. Parecían muy desdichados, no sé si debido al “maligno” virus en las venas o al carácter solemne del ambiente.
El cura, vacilante, encaminó su dulce retórica a una idea de unidad y conciliación con la vida, con la eternidad… El mundo no se termina aquí –repetía con su acento desastroso-. Ante la dificultad de seguir hilando en español cedió nuestra dirección espiritual a uno de sus auxiliares. –La iglesia está abierta para ustedes –comenzó-, el apoyo que no encuentren en la sociedad pueden hallarlo aquí. ¿Alguien desea compartir algo?
Nadie habló; alguien empezó a sollozar.
María Francisca, la funcionaria de Salud Pública a cargo de la atención a los seropositivos y la lucha contra el SIDA, recordó que debe su segundo nombre al seráfico santo de Asís. Se congració, efectivamente, con una monja franciscana que asintió, complacida. Pero no se detuvo, mencionó una especie de forum ocurrido en la mañana donde ella tuvo la buena idea de llevar una investigación de “un paciente” suyo. La primera pesquisa –que se sepa- emprendida por un seropositivo en pos de examinar “el problema” desde sí mismo, con la perspectiva de los afectados. Perdón, tal vez no lo dijo con esas palabras, pero no puedo reproducir el estilo de Francisca, errático y sentimental.
A este punto de la conversación tuve que intervenir. Yo soy el autor, el paciente de la enfermera franciscana, su enfermo. Mi trabajo –lo escribí hace dos años para la universidad- versa sobre la cosmovisión de las personas que viven con el VIH, la percepción distorsionada que tienen de su situación por causa de los contenidos simbólicos que la infección ha suscitado desde su origen. Ellos, expuestos al azote de los símbolos, a la enemistad íntima que auspician representaciones negativas propiciadas por los colectivos.
¿Alguien entendió? ¿Alguien añade su experiencia?
Ante el silencio ya no pude detenerme. La condescendencia que degrada, el énfasis en el desvalimiento del compadecido, me colmó. La máscara de los infelices, impedidos de mostrarse completos, se hizo añicos:
- Tengo una preocupación con respecto al rol de la Iglesia en la lucha contra el SIDA –empezé-. ¿Cómo entender que una institución pueda colaborar eficazmente si condena el uso del preservativo?
El maltés sonrió, turbado:
-La Iglesia quiere la humanización del sexo. Promover el condón no resolvería el problema, lo profundizaría. El papa –continuó trabajosamente- ha dicho que si un prostituto comienza a usar preservativos está dando un paso hacia la moralidad.
Hubo un silencio mayor, ya sepulcral. “Promover el condón profundizaría el problema”. ¿Entonces para qué trabajas tú, franciscana Francisca? Difundes condones de la muerte. ¡Qué sutileza de párroco!
Continué:
- Pienso que el primer paso para resolver todos los conflictos en torno al SIDA es el respeto y la aceptación de las diferencias sexuales. Conozco a muchos –algunos están aquí, añadí- que contrajeron el VIH porque sus familias no les proporcionaron una adecuada educación para el sexo y tuvieron que ejercerlo en sitios inadecuados, en un mundo anormal que les devastó la autoestima. La Iglesia –concluí- proscribe las uniones homosexuales y trabaja entonces contra la justicia.
Tal vez no lo dije exactamente así, pero el cura se amilanó. En su articular caótico creí escuchar “Adán y Eva”, “San Pablo”, “Palabra de Dios”… El buen auxiliar vino a socorrerlo. Ahora escuché mejor y sí entendí que dijo “desviaciones sexuales”, y también capté una frase completa: “La Iglesia no condena a las personas sino su pecado. Jamás le niega su caridad a nadie, aunque sea homosexual.”
Me levanté.
- Tengo que trabajar –me excusé-, pero antes de irme les digo que no queremos cielo ni infierno, sino cielo aquí, y esa compasión de la Iglesia que cercena nuestra humanidad no podemos aceptarla.
Dice Eric que todos me tuvieron a mal la intervención. Yo creo que María Francisca –que no cesó de tocarme la espalda mientras intercambié con el párroco- no debió aceptar la invitación de una institución que socava el trabajo de los que combaten el VIH.
Me acordé de un muerto. Le decían Chupeta y una vez dijo, con sabiduría de excéntrico: “el SIDA somos nosotros, ¿cómo combatir contra nosotros mismos?”. Nosotros, los que callamos, los que aceptamos la injusticia sin protestarla.
A la salida, aquella especie de sacristán me obsequió, otra vez, con su compasión:
- Rezaremos por ti.
Y yo por ustedes. Recordé a San Manuel Bueno, el mártir de la novela de Unamuno, y añadí, mentalmente: rezaré por ustedes, y por Jesucristo.
La misa rebosó de alusiones: vida eterna, apocalipsis, enfermedad, conciliación. La dicción del sacerdote era pésima. Es maltés, como el halcón de Humprhey Bogart, la noticia más cercana que tenemos de esa isla. Un halcón mudo y oscuro, un cura que bisbisea la liturgia es todo lo que sabemos de Malta, cuya capital es mucho más pequeña que la ciudad del Undoso.
Conozco el ceremonial católico, pero me dio pereza responder las consabidas preguntas. Solo al final me decidí a decir “y con tu espíritu”.
Después de la misa nos invitaron a pasar a la sacristía. Un acólito ofrecía la mano en la puerta con ademán de pésame. Tomamos asiento en una mesa antigua, semejante a la que suelen adjudicarle a la Última Cena, aunque sabemos que no hubo tales muebles en aquellos días. Los que no alcanzaron asiento ocuparon butacas, e incluso un alféizar.
Los convidados conservaron la gravedad litúrgica. Parecían muy desdichados, no sé si debido al “maligno” virus en las venas o al carácter solemne del ambiente.
El cura, vacilante, encaminó su dulce retórica a una idea de unidad y conciliación con la vida, con la eternidad… El mundo no se termina aquí –repetía con su acento desastroso-. Ante la dificultad de seguir hilando en español cedió nuestra dirección espiritual a uno de sus auxiliares. –La iglesia está abierta para ustedes –comenzó-, el apoyo que no encuentren en la sociedad pueden hallarlo aquí. ¿Alguien desea compartir algo?
Nadie habló; alguien empezó a sollozar.
María Francisca, la funcionaria de Salud Pública a cargo de la atención a los seropositivos y la lucha contra el SIDA, recordó que debe su segundo nombre al seráfico santo de Asís. Se congració, efectivamente, con una monja franciscana que asintió, complacida. Pero no se detuvo, mencionó una especie de forum ocurrido en la mañana donde ella tuvo la buena idea de llevar una investigación de “un paciente” suyo. La primera pesquisa –que se sepa- emprendida por un seropositivo en pos de examinar “el problema” desde sí mismo, con la perspectiva de los afectados. Perdón, tal vez no lo dijo con esas palabras, pero no puedo reproducir el estilo de Francisca, errático y sentimental.
A este punto de la conversación tuve que intervenir. Yo soy el autor, el paciente de la enfermera franciscana, su enfermo. Mi trabajo –lo escribí hace dos años para la universidad- versa sobre la cosmovisión de las personas que viven con el VIH, la percepción distorsionada que tienen de su situación por causa de los contenidos simbólicos que la infección ha suscitado desde su origen. Ellos, expuestos al azote de los símbolos, a la enemistad íntima que auspician representaciones negativas propiciadas por los colectivos.
¿Alguien entendió? ¿Alguien añade su experiencia?
Ante el silencio ya no pude detenerme. La condescendencia que degrada, el énfasis en el desvalimiento del compadecido, me colmó. La máscara de los infelices, impedidos de mostrarse completos, se hizo añicos:
- Tengo una preocupación con respecto al rol de la Iglesia en la lucha contra el SIDA –empezé-. ¿Cómo entender que una institución pueda colaborar eficazmente si condena el uso del preservativo?
El maltés sonrió, turbado:
-La Iglesia quiere la humanización del sexo. Promover el condón no resolvería el problema, lo profundizaría. El papa –continuó trabajosamente- ha dicho que si un prostituto comienza a usar preservativos está dando un paso hacia la moralidad.
Hubo un silencio mayor, ya sepulcral. “Promover el condón profundizaría el problema”. ¿Entonces para qué trabajas tú, franciscana Francisca? Difundes condones de la muerte. ¡Qué sutileza de párroco!
Continué:
- Pienso que el primer paso para resolver todos los conflictos en torno al SIDA es el respeto y la aceptación de las diferencias sexuales. Conozco a muchos –algunos están aquí, añadí- que contrajeron el VIH porque sus familias no les proporcionaron una adecuada educación para el sexo y tuvieron que ejercerlo en sitios inadecuados, en un mundo anormal que les devastó la autoestima. La Iglesia –concluí- proscribe las uniones homosexuales y trabaja entonces contra la justicia.
Tal vez no lo dije exactamente así, pero el cura se amilanó. En su articular caótico creí escuchar “Adán y Eva”, “San Pablo”, “Palabra de Dios”… El buen auxiliar vino a socorrerlo. Ahora escuché mejor y sí entendí que dijo “desviaciones sexuales”, y también capté una frase completa: “La Iglesia no condena a las personas sino su pecado. Jamás le niega su caridad a nadie, aunque sea homosexual.”
Me levanté.
- Tengo que trabajar –me excusé-, pero antes de irme les digo que no queremos cielo ni infierno, sino cielo aquí, y esa compasión de la Iglesia que cercena nuestra humanidad no podemos aceptarla.
Dice Eric que todos me tuvieron a mal la intervención. Yo creo que María Francisca –que no cesó de tocarme la espalda mientras intercambié con el párroco- no debió aceptar la invitación de una institución que socava el trabajo de los que combaten el VIH.
Me acordé de un muerto. Le decían Chupeta y una vez dijo, con sabiduría de excéntrico: “el SIDA somos nosotros, ¿cómo combatir contra nosotros mismos?”. Nosotros, los que callamos, los que aceptamos la injusticia sin protestarla.
A la salida, aquella especie de sacristán me obsequió, otra vez, con su compasión:
- Rezaremos por ti.
Y yo por ustedes. Recordé a San Manuel Bueno, el mártir de la novela de Unamuno, y añadí, mentalmente: rezaré por ustedes, y por Jesucristo.