Bajo los puentes de otro siglo corren aguas pútridas. El Leteo convida a olvidar cada letargo soportado por estos sillares. Al atardecer he venido a mirarme bajo los arcos, a ver cómo las aguas oscuras llevan nuestra impureza a los confines del mundo. Quiero olvidarme de ti, y cruzar el puentecillo desde la comarca a tientas explorada hacia el poniente; quiero olvidar el rostro de la gente sobre los puentes, los absortos transeúntes, la vieja letárgica, las manos asidas a la baranda rota, ese gesto conmovedor de sobreviviente que –según dicen- tan bien me sienta…
Señora –una mujer, tras la verja, barre el hollín de un pequeño atrio-, ¿podemos bajar al patio?
Un seto de bambúes no deja ver el río; más allá se pierden las aguas en una línea sinuosa y verde; aguas negras. A mirar los arcos del puente hemos venido. ¿Qué tienen de singular esos pilares húmedos? Pero ella consiente.
desde la comarca a tientas explorada
Isla Verde es ninguna parte, un sitio que no existe; ni siquiera es una verdadera isla: lengua de tierra ceñida por el río, es el abrazo de un meandro. Para llegar hasta ahí levantaron un puente. Sucedió. ¿En 1823?
En la Historia de la villa de Sagua la Grande… de Alcover, no aparece más sobre el puentecillo de Isla Verde. Sólo que fue la primera obra pública. Con el tiempo, la ciudad desbordó sus ejidos, e Isla Verde quedó al centro, semejante al principio, abandonada. Nadie recuerda que aquí estuvo la casa fundacional donde celebraron misa por primera vez en 1796. El puentecillo conduce a ningún sitio: es camino de muerte que acaba frente a las aguas. Nadie lo transita; no tiene pretiles. Es un puente maldito que resiste con esa terquedad propia de las reliquias negadas a desmoronarse bajo el peso de las lianas.
Leteo convida a olvidar
Eso me ha dicho alguien: “Leteo convida a olvidar”. He pensado en lo conveniente: Leteo es un lenitivo para los despojados de la heredad, los enemigos de Mnemosyne.
El pasado es el dominio irreductible de la ficción.
Por otra parte, hay indicios que me torturan, me niegan el alivio de las aguas escanciadas por mi propia mano. La memoria es el aljibe de los siglos, donde se vierten todas las aguas; en el fondo, como polvo asentado, hay reminiscencias que han sido llamadas “intrahistóricas” por Miguel de Unamuno.
Dame de las aguas negras, para olvidarme de ti, Leteo. Para olvidarme de olvidar.
Hay indicios: en los hierros del puente, una cifra.
los absortos transeúntes
Para ir de puente a puente basta con tomar una calle: Colón, la calle de mi casa. Vivo entre dos puentes, uno de ellos sepultado bajo el pavimento: el de Isabel II; otro, eterno de ciento cincuenta años sobrevividos, es el puente del Príncipe Alfonso. Fue concluido en 1859. Al advenir la República limaron el recuerdo de Alfonso XII de la poderosa herrería; se le conoció a partir de entonces como puente de La Concordia.
Hay varios kilómetros de un puente al otro. Más allá estaba la Alameda de Cocosolo, un extinto paseo de la villa colonial. Ayer recorrí todo el camino paralelo al río.
Unos muchachos pescaban en el Undoso, donde los árboles son catedrales de hojas, según la exacta definición de José Lezama Lima.
Hasta la vecindad del puente del Príncipe Alfonso pueden verse las casas neoclásicas de pesados guardapolvos y rejas fundidas con arte. Mi calle parece infinita de puente a puente, delimitada por las aguas, entre un acto deliberado de olvido y un olvido tácito.
¿Pican los peces? ¿Hay filo en los anzuelos, carnada apetecible? ¿Es que somos buena carnada para el pez?
Un niño desconocido me pide que lo fotografíe en una de las esquinas de mi propia calle, bien lejos de mi casa: mi calle es infinita. Yo acepto. El niño sonríe, descalzo. Detrás, las rocas en un muro me sugieren que podríamos, si fuésemos lo bastante nostálgicos, venerar nuestro propio Muro de las Lamentaciones.
Seguimos: Adrián viene conmigo; él prepara un texto sobre los puentes y se ha encomendado a mí para las fotos. Ninguno de los dos imagina que yo también terminaré escribiendo sobre los puentes encima del Leteo.
ese gesto conmovedor de sobreviviente
Unos viejos me escudriñan; un perro posa despreocupado a pesar de mi contrariedad. Sobre el puente de La Concordia pienso en el cataclismo que acaecería si se quebrasen estos arcos: sólo el puente permanece: ambas mitades de la ciudad se hunden en el Leteo. Quiero suponer -proclamar- que el arco es firme, que los sillares me soportan a mí, a los viejos, a la jauría de animales en vilo sobre las aguas negras de nuestra impureza.
Señora –una mujer, tras la verja, barre el hollín de un pequeño atrio-, ¿podemos bajar al patio?
Un seto de bambúes no deja ver el río; más allá se pierden las aguas en una línea sinuosa y verde; aguas negras. A mirar los arcos del puente hemos venido. ¿Qué tienen de singular esos pilares húmedos? Pero ella consiente.
desde la comarca a tientas explorada
Isla Verde es ninguna parte, un sitio que no existe; ni siquiera es una verdadera isla: lengua de tierra ceñida por el río, es el abrazo de un meandro. Para llegar hasta ahí levantaron un puente. Sucedió. ¿En 1823?
En la Historia de la villa de Sagua la Grande… de Alcover, no aparece más sobre el puentecillo de Isla Verde. Sólo que fue la primera obra pública. Con el tiempo, la ciudad desbordó sus ejidos, e Isla Verde quedó al centro, semejante al principio, abandonada. Nadie recuerda que aquí estuvo la casa fundacional donde celebraron misa por primera vez en 1796. El puentecillo conduce a ningún sitio: es camino de muerte que acaba frente a las aguas. Nadie lo transita; no tiene pretiles. Es un puente maldito que resiste con esa terquedad propia de las reliquias negadas a desmoronarse bajo el peso de las lianas.
Leteo convida a olvidar
Eso me ha dicho alguien: “Leteo convida a olvidar”. He pensado en lo conveniente: Leteo es un lenitivo para los despojados de la heredad, los enemigos de Mnemosyne.
El pasado es el dominio irreductible de la ficción.
Por otra parte, hay indicios que me torturan, me niegan el alivio de las aguas escanciadas por mi propia mano. La memoria es el aljibe de los siglos, donde se vierten todas las aguas; en el fondo, como polvo asentado, hay reminiscencias que han sido llamadas “intrahistóricas” por Miguel de Unamuno.
Dame de las aguas negras, para olvidarme de ti, Leteo. Para olvidarme de olvidar.
Hay indicios: en los hierros del puente, una cifra.
los absortos transeúntes
Para ir de puente a puente basta con tomar una calle: Colón, la calle de mi casa. Vivo entre dos puentes, uno de ellos sepultado bajo el pavimento: el de Isabel II; otro, eterno de ciento cincuenta años sobrevividos, es el puente del Príncipe Alfonso. Fue concluido en 1859. Al advenir la República limaron el recuerdo de Alfonso XII de la poderosa herrería; se le conoció a partir de entonces como puente de La Concordia.
Hay varios kilómetros de un puente al otro. Más allá estaba la Alameda de Cocosolo, un extinto paseo de la villa colonial. Ayer recorrí todo el camino paralelo al río.
Unos muchachos pescaban en el Undoso, donde los árboles son catedrales de hojas, según la exacta definición de José Lezama Lima.
Hasta la vecindad del puente del Príncipe Alfonso pueden verse las casas neoclásicas de pesados guardapolvos y rejas fundidas con arte. Mi calle parece infinita de puente a puente, delimitada por las aguas, entre un acto deliberado de olvido y un olvido tácito.
¿Pican los peces? ¿Hay filo en los anzuelos, carnada apetecible? ¿Es que somos buena carnada para el pez?
Un niño desconocido me pide que lo fotografíe en una de las esquinas de mi propia calle, bien lejos de mi casa: mi calle es infinita. Yo acepto. El niño sonríe, descalzo. Detrás, las rocas en un muro me sugieren que podríamos, si fuésemos lo bastante nostálgicos, venerar nuestro propio Muro de las Lamentaciones.
Seguimos: Adrián viene conmigo; él prepara un texto sobre los puentes y se ha encomendado a mí para las fotos. Ninguno de los dos imagina que yo también terminaré escribiendo sobre los puentes encima del Leteo.
ese gesto conmovedor de sobreviviente
Unos viejos me escudriñan; un perro posa despreocupado a pesar de mi contrariedad. Sobre el puente de La Concordia pienso en el cataclismo que acaecería si se quebrasen estos arcos: sólo el puente permanece: ambas mitades de la ciudad se hunden en el Leteo. Quiero suponer -proclamar- que el arco es firme, que los sillares me soportan a mí, a los viejos, a la jauría de animales en vilo sobre las aguas negras de nuestra impureza.
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Cuando tienes 34 años crees estar a salvo de muchas cosas, y yo creía que mi escepticismo era lo suficiente como para no poder sentir a través de los ojos de otros, pero de un tiempo a esta parte entre Adrián, Yoel y especialmente tú han despertado en mí un afecto por esa Sagua tan amada, que sé tendré que ponerle mis pupilas más allá de la fotografía espléndida, gracias por regalarnos esa mágica belleza de leyenda historia y pertenencia, agradezco más aún el develamiento...
ResponderEliminarCon tantos amantes se permanece, al decir de Wilde"nada envejece más a una mujer que la infidelidad de sus amantes"
Adoro los puentes. Solía pasar horas bajo el del Almendares, a orillas del río. Poníamos incluso barcos de papel que oficiaban de oráculos. El mío se lo llevó la corriente, el de M. se quedó atascado. Tiempo después crucé el Mar y nunca más he sabido de M.
ResponderEliminarLa sensación de cruzar el puente de ese mar que separa los continentes es de ir de un siglo a otro, como en los viajes de la máquina del tiempo.
Hay partes de Sagua que me recuerdan tanto a La Habana!
Gracias por el regalo de tus manos y de los paisajes en tu retina nocturna, gracias por SER.
Bendiciones viajero,
Con Amor
Tuyo
Yolanda, lo mejor de estos puentes es que casi pasan inadvertidos para el transeúnte. Hay que bajar a las márgenes para verles el perfil. Develar es temerario; develar siempre es atreverse...
ResponderEliminarGracias también a ti, por la fidelidad...
Astro!
ResponderEliminarYo he vivido junto a un río grande, y sé lo que valen los puentes, conozco la fragilidad de ciertos caminos, la heroicidad de saber cruzarlos y llegar a salvo a la otra orilla...
En una de mis pesadillas recurrentes me supongo a bordo del puente más grande de mi ciudad, que se llama "El Triunfo, mientras el hierro cede, los pilares de desmoronan, el puente se inclina hacia el río, parsimoniosamente cae...
Y tienes razón: todas las ciudades viejas se parecen un poco, los años las decantan de todo lo que no fue esencial, y sólo queda la piedra desnuda.
Un beso, Astro, por las certidumbres y los oráculos... por saber adónde cruzar para hallarte transfigurado, como la primera vez.
En la frente, la bendición...