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Iba reconociéndome en la imperfecta noción de
amar por el pasillo tangente.
La escalera de servicio va huyendo
hacia adentro y no alcanzo
a recorrerla como esperabas; lento ha de ser
el silbo que tus piernas ahuecan
en el peldaño anterior
para reducirme a seguirte.
¡Cuántos cuerpos bajo el mío se han mostrado al espejo!
Un desgarro hay en el rostro zaherido por la plata,
acaso la mácula de un mal ilusorio.
Tenía la casa de Cernuda una recámara para amar y seguir.
...
A Eric
El camino de terebintos conduce a su jardín;
un crepúsculo segó
las curvas aterradoras y la rectitud ausente.
He vuelto a dormir de espaldas
con la voz rondándome y
su petición tácita de hacerme caminar
a gatas bajo los arbustos.
En algún aposento
pedalea la máquina de descoserme
los abrigos y las frazadas,
hila su abigarrado deseo de asirme para siempre
a sus vestiduras frívolas.
Foto: Casa que habitó Cernuda en El Vedado. Enero de 2011.
miércoles, 30 de marzo de 2011
martes, 29 de marzo de 2011
Luz de carburo
El carburo es un terrón blanco que humea. Bastan unas gotas de agua para que hierva y se deshaga en volutas. ¿Dónde lo vi? ¿Dónde me quemó?
El carburo también alumbra.
Lo recordé, pasado el pueblo de Rancho Veloz, donde una curva revela de pronto el mar. Ella me describió la encrucijada: un camino va hacia la playa, otro viene del caserío, el tercero sigue hasta la próxima población, el último, el que remonta la loma, conduce a la casa.
Cuando los varones empezaban a crecer el padre les regalaba un caballo enjaezado y unas espuelas. Ella quería hacerse maestra y asimismo aprendió a cabalgar. Pensó que le destinarían para alguna escuela olvidada y que sería útil aprender a gobernar la cabalgadura.
La Normal desbordaba aspirantes cuando acudió al examen. Para asegurar la entrada se precisaba influencia política y su familia, respetadísima en su propio lar, jamás había participado del juego tenebroso. Cierto es que trataban a Clemente Vázquez Bello –el gran senador veraneaba por aquella sierra- pero no se atrevieron a hacerle tal petición. –Ya serás maestra por tu propio esfuerzo –dijo la madre. Fue en La Habana que consiguió matricular, lejos de su provincia.
Pasé un mediodía conversando con ella y me refirió estos episodios que se presentaban con la misma pátina de las fotos donde se le veía con el uniforme de maestra normalista.
–En mi casa de la loma –se iluminaba al evocarla- encendían una luz de carburo, una luz maravillosa. Desde el portal aquel fulgor se desprendía hacia abajo, desnudaba de tropiezos cualquier descendimiento. ¡Aquella luz guiaba a los marinos que dejaban atrás el faro de cayo Bahía de Cádiz!
martes, 22 de marzo de 2011
Una patria
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Es mi tristeza viejísima que ahora tampoco me deja escribir. He recapitulado según los ciclos míos con un poco de amor fati que alterna con el horror y se resuelven en este mutismo de los últimos meses.
Mi abuela murió el once de enero. Tuvo una neumonía súbita. Era vieja –nació en 1929- y creo que nunca fue feliz. Decidí mi primera fuga para reunirme con ella, hace más de veinte años; no lo conseguí. Atravesé una ciudad extraña, a hurtadillas, disimulando que iba solo. Estaba decidido a regresar. En el pasillo para tomar el ómnibus me detuvieron. Abuela lo refería con admiración, dejaba ostentar su orgullo al referirlo. Desde entonces siempre he sentido que me fugo de algún lado para volver a mi patria. Es lo que he denominado con dramática altisonancia mi propia metafísica del no. No sigo, regreso. No. La ejercí otra vez cuando tomé la carretera oscura para salir de la escuela aislada en un descampado infinito. Regreso. Siempre estoy regresando.
¿Qué es la patria? ¿Y por qué –pensará alguno- me tocaría a mí definirla? La patria solo es el sitio que nos pertenece. No pienso en un sitio de escueta materialidad. Incluye también a la gente que nos pertenece y al pasado que nos explica. Si Abuela es mi patria, ¿entonces qué sería Cuba? Cuba es el sueño de una patria para todos los que hemos argüido su nombre a la hora de adjudicarnos un sitio, una legítima pertenencia. Cuba también es la patria de Abuela, que acabaría confundiéndose con la tierra lloviznada de su niñez.
He hilvanado genealogías persuadido de mi humilde abolengo. Para mis antepasados la única patria fueron los escasos terrones que cultivaban en las riberas del Undoso. Para mí, esa tierra que los ha reunido a todos se magnifica, se torna sagrada y me exige extraños pactos; el primero, permanecer.
Conozco gente que asume la patria como un lastre insoportable. ¿Cómo entendernos? La lógica impone sus trampas, empieza por borrar los rezagos afectivos. Luego nada importa. ¿Cómo renegar de la pobreza que ha sido nuestro galardón? Desde Europa un emigrado me dijo: “me dan lástima los cubanos”. Habló de los cubanos como si él mismo no lo fuese. A mí, por el contrario, me enorgullece haber sobrevivido sin envilecerme. Sentiría lástima de mí si esta pobreza me hubiese empobrecido en otros ámbitos, si de pronto mi patria consustancial pudiese trocarse por un poco de ¿confort? ¿Y qué plena comodidad puede haber cuando se nos desconoce y discrimina solo por venir de Cuba, un sitio tan exótico y a la vez tan solemne?
De niño quise parecerme a los hombres que tuvieron una patria: Heredia, cuyo país fueron las palmas; Luz, que enseñaba a tener patria y acabó teniéndola; Martí, que tuvo dos, Cuba y la noche, y después de declarar esta dualidad se preguntaba ¿o son una?; también Casal, que hizo de la poesía un país.
Mi abuela murió el once de enero. Tuvo una neumonía súbita. Era vieja –nació en 1929- y creo que nunca fue feliz. Decidí mi primera fuga para reunirme con ella, hace más de veinte años; no lo conseguí. Atravesé una ciudad extraña, a hurtadillas, disimulando que iba solo. Estaba decidido a regresar. En el pasillo para tomar el ómnibus me detuvieron. Abuela lo refería con admiración, dejaba ostentar su orgullo al referirlo. Desde entonces siempre he sentido que me fugo de algún lado para volver a mi patria. Es lo que he denominado con dramática altisonancia mi propia metafísica del no. No sigo, regreso. No. La ejercí otra vez cuando tomé la carretera oscura para salir de la escuela aislada en un descampado infinito. Regreso. Siempre estoy regresando.
¿Qué es la patria? ¿Y por qué –pensará alguno- me tocaría a mí definirla? La patria solo es el sitio que nos pertenece. No pienso en un sitio de escueta materialidad. Incluye también a la gente que nos pertenece y al pasado que nos explica. Si Abuela es mi patria, ¿entonces qué sería Cuba? Cuba es el sueño de una patria para todos los que hemos argüido su nombre a la hora de adjudicarnos un sitio, una legítima pertenencia. Cuba también es la patria de Abuela, que acabaría confundiéndose con la tierra lloviznada de su niñez.
He hilvanado genealogías persuadido de mi humilde abolengo. Para mis antepasados la única patria fueron los escasos terrones que cultivaban en las riberas del Undoso. Para mí, esa tierra que los ha reunido a todos se magnifica, se torna sagrada y me exige extraños pactos; el primero, permanecer.
Conozco gente que asume la patria como un lastre insoportable. ¿Cómo entendernos? La lógica impone sus trampas, empieza por borrar los rezagos afectivos. Luego nada importa. ¿Cómo renegar de la pobreza que ha sido nuestro galardón? Desde Europa un emigrado me dijo: “me dan lástima los cubanos”. Habló de los cubanos como si él mismo no lo fuese. A mí, por el contrario, me enorgullece haber sobrevivido sin envilecerme. Sentiría lástima de mí si esta pobreza me hubiese empobrecido en otros ámbitos, si de pronto mi patria consustancial pudiese trocarse por un poco de ¿confort? ¿Y qué plena comodidad puede haber cuando se nos desconoce y discrimina solo por venir de Cuba, un sitio tan exótico y a la vez tan solemne?
De niño quise parecerme a los hombres que tuvieron una patria: Heredia, cuyo país fueron las palmas; Luz, que enseñaba a tener patria y acabó teniéndola; Martí, que tuvo dos, Cuba y la noche, y después de declarar esta dualidad se preguntaba ¿o son una?; también Casal, que hizo de la poesía un país.
miércoles, 2 de marzo de 2011
A los sombríos muchachos
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A los sombríos muchachos,
los ingenuos que renuncian a ir bajo los aleros
por la margen breve,
la tempestad no vacila en decantarles
las graciosas figuras de toda malicia.
Se encuentran en el sitio donde cada presencia,
aun los fantasmas de la lluvia
en el cuerpo de los edificios,
son cuerpos homogéneos
-carne de mi carne-
como aguafuertes de la humedad.
Del suelo nacen silvestres
arabescos a la verja
hundida al centro del salón
sobre la cola de un animal -el piano-,
las calabazas en el zaguán
fulgen como una insinuación fabulosa
para el sexo.
Hicimos fuego.
De las ruinas
-la torre vacía entre los riscos
de aquel sueño-
al paraje donde voy a meditar
en el reglamento perpetuo que no borran
las siluetas de la lluvia con agua de Javel.
Él también transitaba los suburbios, asido a la paz
mustia de los espejos con el talante de ir a ferias.
Ni el gesto de las barbas halagüeñas le hizo volverse,
ni la mirada soez.
Venía con tacones de madera,
encajándose en los charcos
con la risa de un pájaro calado por las aguas.
13 de noviembre de 2008.
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Foto: Inmaculada de la catedral de Santa Clara (detalle).
A los sombríos muchachos,
los ingenuos que renuncian a ir bajo los aleros
por la margen breve,
la tempestad no vacila en decantarles
las graciosas figuras de toda malicia.
Se encuentran en el sitio donde cada presencia,
aun los fantasmas de la lluvia
en el cuerpo de los edificios,
son cuerpos homogéneos
-carne de mi carne-
como aguafuertes de la humedad.
Del suelo nacen silvestres
arabescos a la verja
hundida al centro del salón
sobre la cola de un animal -el piano-,
las calabazas en el zaguán
fulgen como una insinuación fabulosa
para el sexo.
Hicimos fuego.
De las ruinas
-la torre vacía entre los riscos
de aquel sueño-
al paraje donde voy a meditar
en el reglamento perpetuo que no borran
las siluetas de la lluvia con agua de Javel.
Él también transitaba los suburbios, asido a la paz
mustia de los espejos con el talante de ir a ferias.
Ni el gesto de las barbas halagüeñas le hizo volverse,
ni la mirada soez.
Venía con tacones de madera,
encajándose en los charcos
con la risa de un pájaro calado por las aguas.
13 de noviembre de 2008.
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Foto: Inmaculada de la catedral de Santa Clara (detalle).