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El estertor de Klaus en el cielo helado de la casa
va enjugándome el frío
apurado como un sorbo perentorio.
Y el ventisquero interpuesto en el umbral
que le aguarda también
lo sugirió: que me figurase la infinita serventía
y el niño bajo la mesa, construyéndome una tienda para reposar junto a un perro de aguas,
echando una manta sobre su voz.
Iba a decirle que la belladona perdió
la virtud de adormecerte -el gesto ineluctable de callar-:
la luz que filtran las lucetas
ha enfriado el mediodía con un soplo de odio.
Oírte acaso me aliviaría de lo suyo nevando.
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Foto: Niño guajiro, camino adentro, cerca de Viana.
Aunque estoy saturado de los perros de mi madre y de mi hermano y he terminado por no soportar ninguno, reconozco que dejan vacío cuando se mueren, y enristecen.
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