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Antolina González Toledo, la tía América, nació el 12 de junio de 1912. Ese mismo día, Winston Churchill fatigaba a la Cámara de los Comunes con varios discursos acerca de la flota británica. En Chicago, mientras tanto, también nacía Carl Hovland, psicólogo que trascendería por sus contribuciones a la teoría de la comunicación. Francia lloraba a Fréderic Passy, célebre jurisconsulto condecorado con el Nobel de la Paz en 1901. Todavía los rusos tenían zar y los otomanos obedecían al sultán Mehmet V. Eran los últimos años de la belle époque.
América nunca fue tan persuasiva como el elocuente Churchill. Sus disputas acababan con los labios apretados y una coda de silencio. Sin embargo, era tan pacífica en sus relaciones domésticas como el mismo Passy. Nadie dudó de su insólito don para permanecer equilibrada con una armonía ante las influencias externas que Hovland hubiera admirado y muchos confundían con una limitación intelectual.
No sé por qué la llamaban América. Recuerdo mi confusión ante el descubrimiento de su nombre de pila. Antolina, de origen latino, contiene un símil: preciosa como una flor. Dudo que sus progenitores manejaran tales etimologías.
América, lo mismo que sus cuatro hermanas, optó por la soltería, incidente peculiar de mi familia paterna. De seis hijos, sólo mi abuelo –el único varón- casó y tuvo descendencia.
¿Por qué estas mujeres apostaron por el celibato? Nunca lo sabremos. La leyenda familiar asegura que la mayor asumió como misión el cuidado de los padres, la segunda jamás encontró un partido de su gusto, la tercera se sometió a este régimen conventual a causa de su clericalismo, la cuarta murió inesperadamente de fiebre tifoidea antes de 1930, y América, la benjamina, pese a algunas pasiones frustradas por la vigilancia de sus hermanas, también se convirtió en una señorita añeja.
Su maternidad imposible se trasladó a los sobrinos y a los hijos de los sobrinos. Casi fue una tía Tula, sin la recia agonía del personaje de Unamuno. El apego de América era intransigente e irracional. Se cuenta que una vez le retiró la palabra al profesor de música que no había aceptado a mi padre como tamborero porque carecía de oído musical.
Después del nacimiento de mi hermana, mi tía abuela se mudó con nosotros. Tenía más de setenta años, pero seguía dispuesta a ejercer su maternidad putativa. Fue entonces que protagonizó un episodio extraordinario que escandalizó a sus hermanas y conmocionó a toda la familia.
Sucedió a finales de la década de 1980. Una tarde, se presentó ante mi padre un señor octogenario, vecino del hotel Plaza. Marchante era su alias, seguramente por causa de su antiguo oficio de comerciante. Con una cortesía vetusta, se informó por la salud de cada uno, y sin vacilación reveló que venía a pedir la mano –o “la entrada”, como se decía antaño- de la señorita América González. Que lo autorizaran a visitarla era su demanda. Se consideraba un caballero y aspiraba al matrimonio. Mi padre supuso que lo hacían víctima de una broma. Usted es el jefe de la familia –insistió el viejo- y a su decisión me atengo. La “señorita González”, citada con gesto sumarísimo ante su enamorado, admitió conocerlo y aceptó la solicitud de noviazgo.
La boda de América fue sencilla, pero solemne, como correspondía a una mujer que ofrecía su castidad física y la pureza ejercida durante toda la vida. Tuvieron su luna de miel y se instalaron en la residencia del novio.
Recuerdo la habitación donde vivían, con mobiliario arcaico: una coqueta de espejo turbio, un escaparate de tres puertas y una colección de frascos vacíos con olor de perfumes evaporados en otro siglo. También cuidaban un gato, atado por una pata a la reja del balcón. Es el único gato que he visto amarrado.
Marchante, supimos luego, era una especie de inocente Barba Azul que enviudó como cinco veces. Mi tía abuela, más vigorosa que él, a su vez fue viuda. Entonces regresó con nosotros, hasta febrero de 1998, cuando murió.
De la herencia de aquel matrimonio extraordinario nos quedó una curiosa postal tejida, un par de sillones desencuadernados y el espejo de la oscuridad magna que no refleja más que sombras.
Recién devuelta a mi casa y todavía con los velos de la viudez, América me proporcionó una lección hidalga, de increíble fe en lo inmediato tangible.
Ameca –así le decíamos- ¿tú te acuerdas de Marchante?
Ca, niño –respondió con autoridad- ¡de los muertos no se habla!
Preciosa historia que ya habia escuchado alguna vez... en un tiempo tambien perdido, en unos dias que se van y se evaporan como los frascos de aquellos perfumes de antes... Es siempre divino el regreso... Volver, nada como volver, viajero.
ResponderEliminarCon que volvemos a la genealogía...me parece excelente,tu escrito me acompaña en esta tarde lluviosa,mientras el compas de las gotas me arulla y pienso en ti
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