jueves, 27 de marzo de 2008

Un árbol ha muerto


No es una foto de ocasión. Este árbol ha muerto. Antes yo venía a jugar en su único pie -cuando era mío el tiempo- y ya le notaba cierta hendidura en el tronco, como si un animal invisible empezara socavarle la raíz. Luego un huracán lo zarandeó, y parecía caerse, talado por su propio peso de árbol viejo. "Cada árbol es una catedral de hojas y cada hoja una catedral de estancias", decía Lezama, sentencioso. Hemos perdido entonces una catedral y la pérdida acaeció sin que lo notáramos, transeúntes de nuestras propias obsesiones no vimos la muerte gradual, la inclinación hacia la muerte. A las bestias heridas el hombre piadoso suele darles un tiro de gracia, pero nadie suele hacerlo con un árbol, casi nunca, salvo que sea una amenaza para el tránsito de los hombres. Yo he asistido a la muerte de este árbol; tan lenta ha sido que sólo ahora vengo a notar que ya está muerto y nadie ha salido a decirlo, ninguno de los que antes lo frecuentábamos camina luctuoso por el parque; es que ha muerto silenciosamente, como sólo los árboles saben morir. Ni siquiera el estrépito de la caída suena a exabrupto; cuando se produce el derrumbe, ya está muerto. Pero un consuelo he tenido de esta muerte: no habrá caída. Es la fortuna de morir en compañía de otros árboles. El viejo ha descendido hasta el hombro del otro pequeño que no lo dejará caer. Y descendió también muy silente, sin que su vecino lo notara; lejos de pesar como una encomienda gravosa, es una carga necesaria; es un árbol que reposa aunque haya muerto. Yo creo que los paseantes siempre urgidos por sus propios asuntos nunca sabrán que murió delante de ellos, las ramas áridas se confunden con el follaje de su protector. Y él mismo no sabrá que su agonía fue encubierta por otro, y es esbozo de un árbol agónico que nunca caerá, aunque parezca siempre que se precipita hacia la muerte. Sólo yo poseo este secreto. Sólo yo escribo el panegírico de los árboles. Sólo yo lo siento, ahora soy un árbol que ha muerto.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Lorca en Sagua: un poeta ipotrocasmo (I)


El 22 de marzo llegó Federico García Lorca. Era pequeña la maleta del poeta, viajaba muy ligero, tanto que puso los pies en el andén antes que sus acompañantes, los esposos Juan Marinello y María Josefa Vidaurreta. Sagua la Grande se jactaba -luego de cuatro o cinco insistentes telegramas de invitación- de ser la primera ciudad cubana de provincias que acogiera al poeta granadino. Apenas comenzaba la primavera de 1930, era sábado, y Lorca estaría entre nosotros hasta la medianoche del domingo. Fueron dos días de mutua revelación, un conocimiento breve pero muy hondo en la simpatía que sintieron, a primera vista, la ciudad y el poeta. Así lo evocaba, décadas después, el doctor Manuel Gayol Fernández[1]: “Federico estuvo en Sagua precedido ya entonces por la fama in crescendo de su popular Romancero gitano. Tuve el honor de presentarlo al público en nuestro antiguo Teatro Principal. Allí nos dio una esclarecedora conferencia, en tono de jovial y luminosa charla, sobre el sugestivo tema Mecánica de la poesía, con ilustraciones de sus propios versos y algunas motivaciones musicales al piano”[2]

Lorca fue hospedado por sus anfitriones en el Grand Hotel Sagua, el mismo corazón de la Villa. En la mañana del domingo, asistió a una peña en el café Ariza, y luego, por su propio deseo, salió a recorrer en compañía de sus recientes amigos sagüeros los sitios emblemáticos de la tierra del Undoso. Manino Aguilera, longevo periodista e historiador, recordaba que Lorca también viajó hasta el puerto de Isabela de Sagua[3], donde conoció nuestro litoral y probó sus ostiones, los más famosos de Cuba. Recuperar los pormenores del paso del poeta se torna muy quimérico al cabo de casi ochenta años de su fugaz estancia, pero sí consta que esta visita generó comentarios y hasta polémicas en el medio cultural cubano de entonces. Leamos lo que publicara Emilio Roig de Leuchsenring, bajo el seudónimo de El Curioso Parlanchín en la revista Carteles:
(…)
Ahora que ustedes, lectores, conocen bien al García Lorca, “amigo mío”, voy a contarles lo que le ocurrió en su reciente visita a Sagua la Grande, “lo más fenomenal”, según él, que le ha ocurrido en la vida.
Allí conocí –me dijo- el hombre más extraordinario, más genial de nuestros tiempos, y tal vez también, de todos los tiempos ¡Pero eso es poco –añadió- he tenido la gloria de que ese verdadero superhombre escribiera un juicio sobre mí, sobre mi obra poética, sobre mis conferencias, que lo considero mi verdadera y definitiva consagración! ¡El elogio más alto que de mi personalidad literaria puede haberse hecho! ¡y qué manera de comprender e interpretar el arte, la literatura, la vida! Cada palabra suya es una sentencia salomónica.
Pero… -le interrumpí- ¿quién es ese genio que así te entusiasma?
Entusiasma, no, -rectificó- eso sería poco: me enajena.
Se llama Arturo Carnicer Torres. Vive en Sagua la Grande ¡desconocido!, casi, que así es de injusta la humanidad.
Fue a mis conferencias, hablé con él varias veces. A las primeras palabras me di cuenta que había tropezado con un hombre extraordinario. Y ahora acaba de escribir en su periódico de Sagua un artículo, que aunque breve, es una verdadera obra maestra, inimitable. ¡Y pensar que está consagrado a analizar y estudiar mi obra literaria! ¡Léelo…!, y si después que lo leas, no te enajenas como yo, es porque no tienes sentimientos, o porque eres un envidioso, envidioso sí, por haber sido yo el elegido, y no tú.[4]

A Sagua la Grande vino hace un año César López -Premio Nacional de Literatura- durante su gira por la isla, cuando le dedicaron aquella edición de la feria del libro. Entonces leyó a los sagüeros este testimonio de la pasión de Lorca por un artículo de Arturo Carnicer Torres titulado "El epicentro psicógeno y la euforia en la rítmica lorquiana". Mucho polvo se ha levantado en torno a ese breve texto desde 1930 hasta nuestros días. César quería saber quién era este Carnicer, qué recuerdos suyos quedaban en la Villa del Undoso; nadie supo que responder. Ninguno -yo mismo- había oído hablar de semejante deslumbramiento de Federico García Lorca. Sólo hoy, al cabo de lecturas fragmentarias, puedo responder en parte a las preguntas que me formulé sobre el caso. Y he de revelar las respuestas aquí, en la próxima entrega.
Notas
[1] Doctor en Filosofía y Letras, autor de una apreciada “Preceptiva literaria”, en su época texto obligatorio para los estudios de bachillerato en Cuba, fue director del Instituto de Sagua la Grande.
[2] Manuel Gayol Fernández: La visita de García Lorca a Sagua, en Bohemia, No. 43, La Habana, 24 de octubre de 1986.
[3] Nydia Sarabia: Días cubanos de Lorca, Editorial Cultura Popular, La Habana, 2007, p. 51.
[4] Emilio Roig de Leuchsenring: Habladurías por el Curioso Parlanchín, Carteles, No. 17. La Habana, 27 de abril de 1930.

domingo, 23 de marzo de 2008

Yo también amaba el demonio de Ludwig



A Julián del Casal, por sus flores de éter

Yo también amaba el demonio de Ludwig,
no sólo tu irrestricta fórmula de devoción es un poema tan vasto como la costumbre de aniquilarme cada vez en nombre de esta nostalgia.
Levantar un castillo de legítimas almenas y puente levadizo sobre la roca arquetípica será quizás el acto aducido por la posteridad.
El gesto de un amanuense de estancias feéricas, en su terror, se parece a la nieve de las almenas
-alguien ha pasado la última noche en la caverna,
afuera hay lobos macilentos, sombras voraces-
como conviene el blanco a los sacerdocios que nadie osa impugnar.
Existe un lago para acoger a los ahogados trashumantes, los perpetuos evadidos de la estancia donde otros sin urdimbre de reyes convocan los concilios.
El hielo no reniega de su tabernáculo en los bosques de Baviera aunque ya te hayas alejado y apenas te vea la nuca fría, el ademán congelado, la esquela que no llegas a escribirme y ahora te escribo.
Pero yo caminaba a solas sin que doliera el frío,
donde otro invierno empezaba para mí.

Luis de Wittelsbach, te amo por la escarcha de las coníferas que deslumbra;
mis fieles dragones debieron ahogarse contigo, que no anduvieras solo he querido mientras aguardo en un discreto cenador de Bayreuth.
Ninguna ofrenda será más noble que la inmolación de un regimiento de dragones en el instante de tu muerte, son los únicos jinetes que mueren como doncellas de cabellos cercenados.
Lejos se oye la voz de Isolda, un extraño acento.
De mí dicen siempre con insólita terquedad que favorezco
las uniones morganáticas.
Lo cierto es que tengo apetitos muy desiguales.
Por eso jamás iré a colmar con tanta asimetría
la sala grande de la ópera de Bayreuth.

viernes, 21 de marzo de 2008

Jan van der Kieft


Un holandés, ¿qué sabemos de él ahora mismo? Sólo que está involucrado en la saga tan desvaída, que me he empeñado en contar por capítulos, a la manera folletinesca del siglo diecinueve. Una intención, por otra parte, muy natural ya que se trata de una historia de ese siglo, y se disfrutará mejor esta página si trae otro sabor secular, si parece un pliego injuriado por su propia temporalidad.

Ya dije, al referirme a la nota publicada por el Diario de la Marina, que "El bautismo de Jesucristo" de la iglesia nueva de Sagua la Grande suscitó una cadena de enigmas por su procedencia, los pormenores de su adquisición, la identidad de la mano que lo pintara en la ciudad flamenca de Amberes. Pero en el momento álgido, de clímax narrativo, en que dejé esta historia -yo iba, casi despeinado por la prisa, entrando en los atrios- ni siquiera sabíamos quién era el donante, quién se ocupó de obsequiar este cuadro a la posteridad, qué devoto de los viejos maestros flamencos lo hizo embalar desde Europa y -como presumo- lo encargó expresamente a Bélgica para decorar el baptisterio de una iglesia provinciana. El azar -nunca demasiado parco conmigo- habría de mostrarme las pistas:

Una maestra sagüera de 1960, cien años después de los sucesos que nos ocupan, quiso escribir un folleto laudatorio sobre la impronta artística del templo sagüero. Rosa María -Cuca- Ramos debió ser una mujer con aficiones detectivescas, pues consiguió averiguar lo que sus antecesores ni siquiera soñaron, el nombre del donante. Alcover escribía en 1905: "una persona que su nombre ocultó"; Cuca revela en 1960: "supe por persona digna de confianza que el cuadro fue adquirido por Juan van der Kieft". Una porción del misterio acababa de deshacerse ante nuestros ojos. ¿Quién era este holandés? Ahora se verá...

La historiografía sagüera no ha sido muy escueta con él, al parecer fue un joven emprendedor que vino a edificarse fortuna aquí, lo consiguió, y hasta mujer llegó a adquirir para su uso en la inflexible y desconfiada sociedad del mil ochocientos. En 1855, este Van der Kieft, que las crónicas describen como un "joven dependiente", trabajaba para la casa comercial de John P.C. Thompson, empresario que se vio envuelto en diatribas y escándalos con el gobernador de la Villa por atreverse a colocar, en la fachada de su casa, el escudo imperial de los Estados Unidos de América. Muy celosos los españoles con su soberanía, no se lo permitieron. Enviaron mensajes con el holandés, entonces subalterno dependiente, y ante el desacato, mandaron a Thompson a pasar una temporada en cierta mansión de gruesas rejas, bien custodiado. En 1865, el mismo Jan van der Kieft, era ratificado ante las autoridades de la ciudad como cónsul de Su Majestad Británica, aunque el cronista especifica que ya venía ejerciendo el cargo desde 1863. Luego, en los años próximos al estallido de la primera guerra contra España, ya está a la cabecera de la razón comercial VanderKieft, Lapuerta y Cía, -un prematuro encumbramiento, ¿no?- así que pudiera pensarse que el humilde empleado metía sus manos en la caja de Thompson o era un tipo hábil, realmente dotado para el trato con hacendados, negreros y contrabandistas. Así llegamos a 1869, de la mano de otro cronista, Pepe Hillo, que nos cuenta cómo el taimado Van der Kieft, simpatizante de la causa independentista, hizo expedito el camino hacia el puerto, en uno de sus barcos, a los hermanos Quintero, periodistas perseguidos por el régimen colonial, primos de una señorita Teresa Quintero, que cerró su puerta y su corazón de palmo en las narices del buen holandés, luego que éste, inocente europeo y novio suyo, le pidiera con zalemas que lo acompañase -"por favor"- hasta la puerta de su casa. Al menos no era rencoroso. Pepe Hillo cita el caso como ejemplo de los excesos a los que solía conducir la rígida moralidad de la "Arcadia sagüera". Los periodistas consiguieron huir, deudos de Van der Kieft para la eternidad, y consta que la señorita Quintero permaneció soltera mucho más tiempo, porque no fue con ella finalmente después de semejante palmo con quien contrajo matrimonio nuestro holandés en 1862, según atestigua el archivo parroquial, en su tomo I, folio 153, No.351 del Registro de Matrimonios de Blancos. Doña Francisca Juana Someillán y Lamarliere obtuvo al codiciado cónsul originario de Utrecht, según consta en la partida de matrimonio, donde también nos enteramos con pena que el señor párroco desposó "por palabras de presente" y no veló "por haberse indispuesto la contrayente", lo que sugiere que esta Pancha no iba convencida al altar y tal vez indique que las damas sagüeras siempre anduvieron tras un pretexto para enseñar el codo a don Juan van der Kieft. Y no hay más noticias suyas en adelante.

Examinado el caso, llegamos a la siguiente identificación del donante:

Jan van der Kieft, rebautizado Juan, -¿un converso, tal vez del anabaptismo, tan difundido en Utrecht y sus alrededores?- hace fortuna adherido a la buena estrella del malhadado Thompson, intenta soliviantar a la timorata Quintero, que ofendida en su castidad lo palmea, luego alienta cierta simpatía por la causa cubana sin atreverse a renunciar a sus prebendas comerciales para seguir a los mambises, se conforma con auxiliar la fuga de unos periodistas, se casa con una Francisca Juana que anduvo desmayada el mismo día del desposorio, es cónsul de Inglaterra, y le encarga a cierto pintor de Amberes un monumental bautismo, cuyos gastos sufraga con el ruego de que no aparezca su patronímico en la selecta nomina de benefactores junto a la condesa de Moré, el gobernador Casariego y otros ilustres personajes. ¿Cuál es el secreto de Jan van der Kieft? Hasta aquí no he podido descifrar nada más. Los antiguos donantes de obras de arte religioso solían hacerse retratar junto a sus santos patronos en la Edad Media . Van der Kieft hurtó el nombre, pero nadie puede asegurarme que su rostro flamenco de Utrecht no está en ese cuadro. Es una sospecha que Sherezade me sugiere al tiempo que insiste en hacerme callar; todavía he de revelarles la identidad y los merecimientos del pintor, pero será en la próxima entrega. Mientras, disfruto la sobrevida que se experimenta ahora como antesala de la inmortalidad...

domingo, 16 de marzo de 2008


El cuarto tiene una ventana
con barrotes;
es la moda de 1925 que se resiste
a la caducidad.
Ahí mismo
mis tías servían el té
sobre un cenador de incierta sombra,
tal vez demasiado ralo,
como en un cuento de Nathaniel Hawthorne
hay un corro
y el estrépito de las voces
se parece al caos.
Aquellas tías a veces estentóreas,
pero sólo en ocasionales paroxismos
de terror,
cuando los barrotes engrosaban
el instinto férreo y la casa
se mostraba
investida
con el hermetismo de las cárceles.
La casa que me ata
a sus columnas,
como otro estilita impenitente,
y levanta una frontera
de piedra visitada
por esos rostros,
otras máscaras monacales del Tibet.
La casa
por la fuerza
me retiene,
seduce con la tibieza de sus corredores,
deja oír voces inauditas,
enturbia sus cristales
con el vaho de los inviernos
para no dejarme
vislumbrar,
siquiera en lontananza,
el pecado de habitar
los parques.

viernes, 14 de marzo de 2008

Una carta de María Zambrano


Entre tantas cartas de María Zambrano a Lezama decidí copiarles la penúltima. Vacilé antes de elegir pero es que, en el final de la correspondencia que ninguno de los dos podía prever, esta gravita como una urgente y a la vez premonitoria intención de decir palabras de esas que corren el riesgo de no decirse nunca. En una carta anterior, de 1958, María declara: "¿No cree Ud amigo Lezama un vicio muy español ese 'ya sabes que soy amigo tuyo, tú ya me conoces, sabes mi estimación y cariño'. Y respaldarse ahí para ahorrar toda manifestación. Siempre he sentido en modo contrario que amor, amistad, afecto, estimación, admiración, por la obra, deben ser puestos de manifiesto y no 'pudorosamente' rebajados a la categoría de lo obvio. Para mí nada extraordinario ha sido obvio nunca. Y extraordinaria es la amistad y el encontrar obras y personas, lugar también donde abrevar la sed de estimar y admirar, que en mí, a lo menos ha sido de tan constante y viva, torturante."
Juzguen ustedes mismos si fue consecuente. Aquí está la carta:

La Piece 3 de junio de 1975[1]

Mi querido José Lezama Lima

Le escribo en este viejo papel arrugado, pero de hermoso color porque lo he encontrado entre unos papeles míos de La Habana. O lo compré allí o allí llegó desde Italia. Allí ha estado y se quedó suelto como en espera de dedicación. ¿Cómo decirle cómo? Me tranquiliza el saber que en esta transparencia en que estamos como vivientes la palabra comunicativa va dejando lugar y blancura a la palabra de comunión. Hace ya tiempo o siempre en lo que usted escribe sucede, va sucediendo sin anuncio, anuncio ella misma y su cumplimiento, identidad de promesa y ser, tal como lo vi en su persona –en su presencia- en la hora de conocernos aquella noche en la Tabernita de enmedio[2]. Enmedio, y estuvo bien pues el en medio –árbol o fuente o piedra- nunca se nos revolvió ni se nos interpuso. El en medio fue siendo cada vez más para nosotros centro despejado en torno al cual tenuemente danzamos. Sí, abrazada a Araceli[3] sigo yendo y volveré cuando ya sólo pueda volver de otra manera, que espero, será la misma sólo que intangible del todo, invulnerable a la prisa, cuando la granada al fin se abra o cuando el ser como granada se abra en ofrenda que no se desparrama. Sin gravitación. Su palabra amigo Lezama, poeta, se va dando cada vez más suelta de la gravedad. Y entiendo bien, se me figura, su mención de las conversaciones de Benito o Benedetto y Escolástica, sueltos de la gravitación y de la gravedad, como las lágrimas de un llanto de gloria.
Le di en seguida a Valente su poema para que lo enviara a alguna parte y así lo hizo, a “Insula” y en seguida recibió contestación celebrando el poder publicarlo –el que les haya sido dado. Mas él me encargó y yo me añado en el ruego de que nos envíe, a él, a mí, otras cosas que Ud. Escriba: poemas o prosa, capítulos del Inferno, para que salga en revista o libro. No lo deje, si puede hacerlo.
(Me he equivocado al dar la vuelta al papel, mas persisto en mandárselo así, haré las indicaciones necesarias).
Me dijo Ud. una tarde en el jardincillo a la puerta del Lyceo, a la salida de una de mis innumerables conferencias: María, se le han puesto los ojos azules al hablar. Y Ud. no podía saber que toda mi vida quise tener los ojos azules. Y solamente Ud. los vio aquella tarde.
Al cabo de milenios, el viernes treinta di una conferencia. Fue en la cátedra de Español en la Universidad de Geneve. Fue sobre los supuestos históricos de mi introducción a “Hora de España” XXIII[4] y sobre el momento previo al 14 de abril y el mismo 14 de abril. Fui dando saltos de acróbata por lo mucho que llevaba que decir y al fin ya terminé, como pensaba, con la lectura de “Masa” de César Vallejo. El centro: Unamuno, Ortega y Machado. Todo un ayer estaba ante mí y no sentía sino a raticos estar dirigiendo mi palabra a nadie. Mas cuando lo sentía , cuando a alguien me dirigía era a Ud., José Lezama Lima. ¿Cómo si estuviera allí? No, como siempre y como ahora. Y claro que debajo del decir había oración. Y esto de la oración como lo de los ojos azules, sólo Ud., creo, lo oye y sabe. Sí, propiamente rezo un poquito, pero si pienso en seres como Uds., si escribo, si hablo aunque parezca bien lejos, estoy orando. Y sólo desde hace poco tiempo y por Araceli, esto se me va haciendo transparente, esta oración de la que salta de vez en cuando alguna palabra, como pez de las profundidades no abisales ya.
Y gracias por su vino y por el légamo. Tuvo Ud. siempre la virtud de los ínferos, lo de abajo, lo que queda, aparezca salvado sin dejar su ser. Dios se lo pague.
Con cariño, con fe en Uds. dos, un abrazo

María


[1] Son las postrimerías de la correspondencia. El poeta moriría de súbito el siguiente año, el 9 de agosto de 1976. Las notas al pie son mías. MGV)
[2] Se refiere a la Bodeguita del Medio, en La Habana Vieja. Se conocieron en 1936.
[3] Araceli Zambrano, hermana de María, su acompañante en el exilio, había muerto en 1972.
[4] En una carta anterior, María se refiere a esta revista de la España republicana, secuestrada por los militares, cuyo último número no llegó a verse, pero permaneció oculto en manos amigas.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Una saga desvaída en tres siglos

Calle de Céspedes, Sagua la Grande, 1905

Aquí se reanuda la saga de un óleo que cruzó el Atlántico para cumplir con el misterioso destino de permanecer durante siglo y medio -hasta hoy- en una iglesia provinciana de la isla de Cuba. Un devenir enigmático, aún más cuando se descubre que su existencia misma ha sido soslayada por muchos, disimulado como está, pese a sus dimensiones, en la penumbra del baptisterio; otros, más atentos, le dedicaron apenas una aprobatoria mirada, aunque ninguno supo con claridad de dónde vino, quién lo pintó, a quién debían la dádiva de poseerlo entre los tesoros patrimoniales de la ciudad. Ciento cincuenta años de silencio, hasta que apareció uno muy curioso y entonces...

La historia empieza así: en el invierno de 1860, después de una esforzada década, fue cuando la parroquia de la villa de Sagua la Grande, consagrada en honor de la Inmaculada Concepción, recibió la visita de Su Ilustrísima Fleix y Solans, obispo de La Habana. Esteban Pichardo, geógrafo y lexicógrafo que anduvo por esta comarca, comentó que se inauguraba con "honores de catedral" para un pueblo todavía naciente. Para Joaquín Weiss, historiador de la arquitectura cubana, este es uno de los edificios religiosos neoclásicos más hermosos del interior de la isla. Los periódicos de la época, deliciosamente encomiásticos, dedicaron extensas planas al evento. Y en uno de ellos, el Diario de la Marina, fue publicada la siguiente nota:

Un cuadro.- En el último número de La Verdad Católica, correpondiente al día 2 del presente mes[1], hay un suelto de crónica local que dice así: “Hemos tenido el gusto de ver un magnífico lienzo, que representa el bautismo del Salvador, destinado a la nueva iglesia de Sagua la Grande por una persona piadosa que oculta su nombre. Dicho cuadro pertenece á la escuela flamenca, y no dudamos contribuirá á dar más realce a aquel hermoso templo.” Hojeando después algunos periódicos extranjeros encontramos nuevas noticias relativas a esa notable obra de arte. He aquí lo que dice La Unión Comercial de Amberes a ese respecto: “Vá á ser remitido á América, con destino a una iglesia de las posesiones holandesas, un cuadro realmente magnífico cuyo asunto es el bautismo de Jesucristo. Dicha obra que ha sido tan bien concebida como ejecutada, pertenece por su colorido y sobre todo por su encarnación a la escuela flamenca, debiéndose al pincel de Mr. Correus.” En parecidos términos dice lo mismo un periódico alemán, y por lo que respecta a lo de las posesiones holandesas sabemos de buena tinta que es un error de concepto, pues persona autorizada afirma que el cuadro destinado a la iglesia de Sagua la Grande, de que trata La Verdad Católica es el mismo a que se refiere el periódico francés y el alemán. (sic)
[1] No se especifica la fecha exacta.

Este laberíntico texto, reproducido luego por Antonio Miguel Alcover y Beltrán en su voluminosa "Historia de la Villa de Sagua la Grande y su Jurisdicción", publicada en 1905, fue la primera pista, muy oscura por cierto, que tuve sobre el óleo. Hasta leer esto, ni siquiera yo había visto "El bautismo..." de cerca. El historiador reproducía un grabado en blanco y negro que bastó para sugerirme algunas elucubraciones, cada vez más persistentes para mi lado detectivesco cuando supe que el donante había querido ocultar deliberadamente su nombre de la lista de benefactores de la iglesia.

¿Dónde fue pintado?
¿Por quién?
¿Cuál es la verdadera identidad del comprador?
¿Cómo y cuándo llegó al baptisterio de la Iglesia Parroquial de Sagua la Grande para permanecer inamovible hasta la propia ruina?
¿Se trata realmente de una obra significativa, como afirmaron siempre, sin vacilación, los historiadores sagüeros?

Confieso más, llegué a pensar ¿y por qué ese misterioso donante oculta su nombre, pura modestia o negocios sucios en Bélgica para exportar obras de arte? ¿acaso un exvoto, el pago por un gran pecado?

Entonces decidí ver el cuadro por mí mismo y salí para la iglesia, sin tardar. En el camino encontré otro folleto -este de 1960, año del centenario- con una información muy interesante. Luego anduve por los archivos parroquiales, valiéndome de la amistad de un bibliotecario y consulté unos manuscritos de 186... !Oh, Dan Brown, maldición de los investigadores noveles! Ni siquiera sabía que ya caminaba tras la nota del próximo semestre en Historia del Arte, es que algunos vericuetos que surgen de pronto no se pueden eludir, y éste era uno bien intrigante. Nunca recordé lo conveniente de investigar; todo fue súbito y espontáneo.
Quedamos en que salí para la iglesia, con prisa, como sucede siempre que uno lleva un misterio entre las manos, y entré por la puerta principal sin fijarme en una lápida de mármol, importada a su vez de Nueva York, donde descubrí luego una alusión al caso, muy leve, pero para mí definitivamente elocuente.
Y aquí me quedo, por el momento. Sherezade sugiere que calle, para que la novela no consuma el hilo demasiado pronto, para que los oyentes no se levanten antes del cumplimiento de su tiempo, que ya está disperso en el marasmo de tres siglos. Y yo, apostando por la ucronía, me quedo en el siglo dicienueve. Los que me leen pueden escoger la época que les plazca, luego volvemos a Sagua la Grande, yo escojo el año.

martes, 11 de marzo de 2008

De las ruinas. Última perspectiva: la ruina interior (III y final)

Hasta ahora me he asomado a las ruinas como un intruso, intentando escudriñarlas y compadecerlas por su condición decadente con la presunción, definitivamente inconfesada, de que no soy ruina, y las he visto como una otredad venerable, pero al fin y al cabo, de una ajena naturaleza. He sido un visitante respetuoso, pero no he sido más que un forastero. He sido un visitante de las ruinas; hoy quiero habitarlas, devolverles el hálito, saberme ruina también, cosa inerte que se resiste a la condición estática y pretende vivir todavía en el éxtasis de la ausencia
-superior aquí a la presencia, como decía María Zambrano, a quien no puedo dejar de citar en esta última estancia arruinada donde he querido evocar su nombre. Las ruinas desde adentro, desde sí mismas, vistas por sí mismas, tal vez con la naturalidad que nos está vedada a los que todavía pensamos en la pertinencia de construir, a despecho de lo perdido, para que haya ruinas en el futuro. Lo de arriba fue un hotel, antaño muy populoso, en el corazón de la Sagua republicana; lo de abajo, el palacio de Alfert, la morada de un filántropo. Lo más conmovedor de las ruinas tal vez sea que continúan asidas a su naturaleza anterior: el hotel persiste en parecer casa de paso, que acogió a muchos; el palacio casi invadido por el jardín todavía se protege con verjas de los intrusos. Mientras escribía esto recordé que en una perspectiva semejante ya se colocó alguien, que dejó hablar a las ruinas en primera persona, sin interrumpirlas, a unas ruinas especialmente amadas, las de su propia casa. Fue Dulce María Loynaz (1902-1997) y le cedo la palabra:
Lo que yo he sido está en el aire,
como vuelo de piedra si no alcancé a paloma.
En el aire, que siendo nada,
es la vida de los hombres; y también en la Epístola
que puede desposarlos ante Dios,
y me ofrece de espejo a la casada
por mi clausura de ciprés y nardo.
La Casa, soy la Casa.
Más que piedra y vallado,
más que sombra y que tierra,
más que techo y que muro,
porque soy todo eso, y soy con alma.
Decir tanto no pueden ni los hombres
flojos de cuerpo,
bien que imaginen ellos que el alma es patrimonio
particular de su heredad...
Será como ellos dicen; pero la mía es mía sola.
Y, sin embargo, pienso ahora
que tal vez ella me vino de ellos mismos
por haberme y vivirme tanto tiempo,
o por estar yo siempre tan cerca de sus almas.
Tal vez yo tenga un alma por contagio.
Y entonces, digo yo: ¿será posible
que no sientan los hombres el alma que me han dado?
¿Que no la reconozcan junto a ella,
que no vuelvan el rostro si los llama,
y siendo cosa suya les sea cosa ajena?
Últimos días de una casa, 1958 (Fragmento)

lunes, 3 de marzo de 2008

Un maestro flamenco desconocido en la Iglesia de Sagua la Grande


Este viernes llamó uno de mis amigos, funcionario de cultura en Sagua la Grande, para decirme que la feria del libro se prolongaría hasta las 7:00 pm del domingo por acuerdo de última hora, y necesitaba mi colaboración, que me encargara de uno de los espacios vacantes en el salón de conferencias. La feria aquí es para la cultura en su concepto más integrador antes que simple feria literaria, así que me otorgó libertad para decidir el tema, y yo no vacilé. El cuadro de arriba. Una obsesión. Casi ciento cincuenta años hace que fue adquirido para la iglesia nueva de Sagua la Grande y ha devenido sin duda en un enigma patrimonial de los más apasionantes. Siquiera el nombre del autor, ni la procedencia exacta eran conocidos. Sólo repetían algunos con presunción de entendidos que se trata de una obra flamenca encargada a Bélgica por el patronato de la parroquia en 1860. Pero el misterio de este "bautismo" de majestuosas dimensiones (tres metros, casi cuatro de altura, por dos y medio de ancho) fue develado en parte. Me ocupé de reunir todas las pistas para evaluar "Historia del Arte" en la universidad, y este domingo, por primera vez, a intancias de mi amigo, decidí restaurar el laberíntico destino de este óleo, una insólita pieza pintada en Amberes por un maestro que todavía no diré... Este domingo amaneció tan lluvioso y gélido que no creí tener auditorio en la sala del Museo de la Música. Estuve a punto de desistir, pero unos amigos pintores y otros que aman las artes plásticas llamaron para recordarme que no se perdían los resultados de mi pesquisa. Y fui. Hoy creo que la verdadera revelación de la mañana no estuvo en mis palabras sino en el diálogo que tuvimos después, acuciados por el empeño de salvar este hermoso cuadro de la ruina. Luego les cuento más... Espero haberles suscitado alguna curiosidad, una estrategia algo literaria que espero sabrán perdonarme. Es el truco clásico de Scherehezade para seguir con vida y siempre le he tenido fe. Creo que si dejo algo por decir lo completaré mañana por un sentido elemental del compromiso, y entonces, postergando, me garantizo la inmortalidad. ¿Qué creen?

domingo, 2 de marzo de 2008

De las ruinas. Los cementerios bajo la maleza de la ciudad (II)






Ossa arida auditem verbum domine
Epígrafe en el frontón del Cementerio Católico de Sagua la Grande
(Libro de Ezequiel en La Vulgata)


En el Egipto de los faraones, según cuenta Heródoto, los muertos tenían su propio país en la ribera oeste del Nilo, la tierra de Osiris, donde se pone el sol. En Sagua los cuatro cementerios que han existido en dos siglos curiosamente fueron edificados en la misma disposición cardinal, al poniente, aunque la margen izquierda pertenece aquí a los vivos y ha sido siempre la más populosa. Se creería que fue una decisión signada por el afecto, un tácito culto a los muertos. Sin embargo, leyendo a Alcover y Beltrán (Historia de la Villa de Sagua la Grande y su Jurisdicción, volumen de 1905) nos enteramos de que los sagüeros mudaron sus antepasados cada vez más lejos hacia el oeste, precisamente porque les urgía habitar esos espacios, y los muertos tuvieron entonces que replegarse sobre la llanura, tomando distancia, trazando nuevas fronteras, plantando las cruces y epitafios donde los otros no tuvieran a la vista el testimonio de la propia extinción.

El primer cementerio estuvo según la tradición en el mismo sitio donde luego fue levantada la plaza de Isabel II, lo que sería el centro de la villa hacia 1830. El segundo, con permiso episcopal, veinte años más tarde ya venía quedando muy cerca del centro y entonces hubo que edificar un tercero, obra del gobernador Casariego, al fondo de la calzada de Concha, con nichos, pórtico, capilla y una cruz monumental. Esto acaeció hacia 1855. Aquí reposarían los fundadores sobrevivientes hasta la fecha, los famosos y los simples, y hasta algún transeúnte de paso, citado involuntariamente con la Muerte para la villa de Sagua la Grande en la segunda mitad del siglo XIX.




Los archivos parroquiales refieren el hábito de enterrar a los suicidas en las afueras, junto al camino; la prohibición inexorable de acoger judíos, musulmanes y chinos inconversos en la única tierra de los muertos. Una señora francesa de Nueva Orleans, Anaïs Bourdin, Vaugirard de soltera, consiguió nicho en los muros a la usanza del camposanto de Espada, primer cementerio moderno de Cuba; en cambio, Francisco Pobeda y Armenteros (1796-1881), fundador del romanticismo criollista, contertulio de Delmonte, sólo obtuvo unas varas de tierra, pobre poeta cuya tumba permanece perdida hasta hoy.


Unos ángeles mugrosos y la reina Oyá, dama reticente (nunca he sabido por qué la tradición afrocubana la asocia con la bondadosa Santa Teresita de Lisieux), algunos loas petró, Madame Brigitte y Baron Cimetiere, tienen dominio propio en el ecuménico territorio que es el cementerio. La ciudad de los muertos, tétrica y hacinada, siempre es hospitalaria. Thomas S. Eliot decía no saber que la muerte hubiese deshecho a tantos. Yo diría, ha socavado no sólo los cuerpos, también la memoria de los cuerpos, que es la única eternidad que hubiéramos podido desearles.