Se basta para escenario la creciente edificación de la altivez,
otro recurso escénico: el reconocimiento paliatorio del silencio. Acto primero: hacer mutis desde el primer acto. Como si quisiera postular de antemano la grandeza de la retirada prematura, a la usanza de los victoriosos generales que cifran la victoria en las armas enfundadas.
Acto segundo: en la piazza del Duomo la espléndida tramoya obliga a mostrarse vacilante ante los paisajes flamígeros, -una desconocida se parece a mi madre, quizás sea demasiado elegante- tú ni yo recordamos ahora cómo nombran al río de Milán, ni siquiera si existe un verdadero río milanés que no sea agua teñida en la factoría de La Scala.
Tan escueta te portas, ¿acaso alguien puede prever la calaverada providencial que supone hacerte callar con el ambiguo fin de devolverte a un sitio sin palidez? Acto tercero: admitir que hubo una vez el estupor de escucharse a sí mismo sin conmoción, -como si se tratara de mi madre investida ahora de una solemne elegancia, semejante a una desconocida poco eufónica, de amenazante apariencia- extraviar la voz en los sobrecogedores cilindros de un silencio responsorial.
Galli Curci parece emerger desde las sombras de los tiempos gracias a Maykel. Luego de leerte me apresto a buscar esa voz prodigiosa que una salud quebrantada no pudo apagar.
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