domingo, 30 de junio de 2013
El regreso al Capitolio
Eusebio Leal delira. Dijo, en una entrevista con el diario Juventud Rebelde, que el Capitolio de La Habana “se convirtió en un símbolo de la República ideal”. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Qué república?
Hace varios meses, numerosos cubanos nos sorprendimos ante la peregrina decisión de restituir al capitolio la sede del parlamento. La idea de tal retorno, que Leal atribuye a Raúl Castro en persona, es muy frívola y acaso irresponsable. Por una parte, la Asamblea Nacional es unicameral y no podría sesionar, a causa de la falta de espacio, en ninguno de los hemiciclos capitolinos. Por otro lado, ¿es posible enajenarse del verdadero simbolismo del edificio?
El ideal republicano que encarna el capitolio es el sueño megalómano de Gerardo Machado. Es el ideal de la república plattista y machadista que quiso dinamitar la Revolución del 30, lamentablemente malograda. No hay más ideales ahí. El difamado Jorge Mañach, mi coterráneo, decía que en el Salón de los Pasos Perdidos habíamos extraviado un paso ilustre, el paso de Martí.
No han pasado tantos años desde que visité por primera vez el capitolio, y el edificio no me agradó. Desde la solidez abacial de la salida trasera hasta la suntuosidad versallesca de los salones principales, los fastos del capitolio se me presentaron como la engañosa puesta en escena de una república fallida. El Ángel Rebelde de los jardines es un intruso. ¿Cómo explicar, salvo por el egoísmo y la hipocresía, que una nación paupérrima inauguró y continuó levantando semejante palacio en medio de la crisis económica y financiera de 1929?
El Capitolio Nacional es una antigualla; como tal merece la restauración y la sobrevida. Si es una ilusión óptica, un diamante falso, el escenario de las más ridículas y solemnes comparsas republicanas, entonces, por mal ejemplo, debe perdurar. Sólo para museo sirve. Suponer que sería la sede adecuada para el parlamento implica un insulto, no para nuestra Asamblea Nacional unánime e inverosímil sino para el parlamento que queremos tener.
La reivindicación simbólica del capitolio me obliga a conjeturar qué se pretende en Cuba, qué rumbos políticos anuncia este retorno de un hijo pródigo. La neoburguesía emergente, la segregación socioeconómica que significa la doble moneda, la retirada del Estado en beneficio de especuladores y explotadores en ciernes, el surgimiento de impuestos inconciliables con los bajos salarios, la imposibilidad de constituir una sociedad civil heterogénea… todos los avisos que advierto a la vera del camino parecen conducir al capitolio. Viajamos hacia el punto cero de las rutas nacionales. Al cero de altos quilates.
El nuevo discurso ahistórico de Eusebio Leal (“los edificios no son culpables de lo que ocurre en ellos”; “hay un momento en el que se hace un punto final y se comienza la historia”) contrasta a las claras con la vehemencia historicista de la Revolución. Probablemente este súbito ahistoricismo sea compatible con la vocación del anticuario: todo lo viejo es lindo. Hoy recogemos, por decreto, los muebles dispersos del capitolio; mañana -¿pronto?- tendremos que recoger el mobiliario útil de la genuina Revolución de los comienzos. Algunos se encogen de hombros ante el retorno y asumen la permuta como un asunto doméstico, sin notar que se trata de un problema discursivo. La mudanza de sede y de discurso resulta sintomática si revisamos la trayectoria de un país que ahora pretende rediseñarse.
El regreso al capitolio aspira acaso a la legitimación ritual de un parlamento que se reúne un par de veces al año y sólo refrenda, jamás legisla. Si es así, debieron encargarse un edificio nuevo –de puntal bajo, con tejas criollas- o reunirse a la sombra de un palmar y empezar a discutir en serio a partir de ahora.
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