Instantes después de haber emprendido la galopada, habiendo oído Martí que yo le decía a Ángel de la Guardia:
- Por fin ha llegado el momento que tanto hemos deseado –se volvió a mí preguntándome:
- ¿De verdad, usted se alegra?
- Y como yo le contestara afirmativamente, diciéndole que iba a ser aquella mi primera prueba, repuso:
- Bueno, pórtese bien.
Manuel Piedra Martel. Mis primeros treinta años.
El 19 de mayo de 1895, al centro de todos los cumplimientos, con la guerra sobre la marcha y todos los sueños de la república asentados en el papel, Martí cabalgó hacia el torbellino de balas. Una orfandad de 115 años nos ha dejado. El día anterior, junto a las revelaciones que hizo a Manuel Mercado sobre el propósito oculto de erigir con la independencia de Cuba un valladar para la expansión imperial que amenaza a nuestra América, también había previsto su alejamiento, si en algún momento fuera menester hacerlo por el bien de la patria:
“Por mí, entiendo que no se puede guiar a un pueblo contra el alma que lo mueve, o sin ella, y sé cómo se encienden los corazones, y cómo se aprovecha para el revuelo incesante y la acometida el estado fogoso y satisfecho de los corazones. […] En mí, sólo defenderé lo que tengo yo por garantía o servicio de la Revolución. Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad.”
Una de las pocas veces que los cubanos hemos intentado descifrar una ucronía ha sido respecto a la posibilidad de haber sido gobernados por Martí. ¿Hubiera podido conciliar las tendencias enfrentadas de la república, como hizo al preparar la guerra? ¿Aquella ley fundamental suya –el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre- era factible para un país desgarrado entre ambiciones y egoísmos? Y por último, aunque los mambises seducidos por su verbo de poeta ya lo llamaban presidente, ¿soñó Martí con gobernar alguna vez? De su última carta se infiere que confiaba en eclipsarse luego, hecho el trabajo, cumplida la faena de haber guerreado con quijotesca nobleza.
El cubano Antonio José Ponte, en la voluntad de releer al Martí histórico con objetividad cada vez más alejada del panegírico, invita a imaginar un hombrecito enfundado en un abrigo inmenso, que trasegaba por Nueva York con el cuerpo adolorido y animoso el espíritu, maestro al límite de no eludir el didactismo ni siquiera al escribir ficción o teatro. Un Martí de nulo garbo y apostura disminuida, “poco robusto”, como lo describió el sagüero Manuel Piedra Martel, que estuvo en Dos Ríos y escuchó sus últimas palabras.
Ese Martí, como el descrito por Blanca Zacharie de Baralt, que no parecía fatigado cuando se presentaba, lozano, en algún salón, a pesar de las horas dedicadas a la escritura y a la enseñanza, nunca podría devenir en tópico, ni en artículo adaptable al consumo de tirios y troyanos. El inmolado en aquel “nuevo Gólgota” que decía Piedra, también era un hombre que no quería morir ni aspiraba a gobernar, en contraste con tantos estadistas de gesto dramático y tozudez infinita.
Martí fue el que preguntó, con alguna extrañeza, antes de cargar contra las líneas enemigas: “¿de verdad, usted se alegra?”
-
- Por fin ha llegado el momento que tanto hemos deseado –se volvió a mí preguntándome:
- ¿De verdad, usted se alegra?
- Y como yo le contestara afirmativamente, diciéndole que iba a ser aquella mi primera prueba, repuso:
- Bueno, pórtese bien.
Manuel Piedra Martel. Mis primeros treinta años.
El 19 de mayo de 1895, al centro de todos los cumplimientos, con la guerra sobre la marcha y todos los sueños de la república asentados en el papel, Martí cabalgó hacia el torbellino de balas. Una orfandad de 115 años nos ha dejado. El día anterior, junto a las revelaciones que hizo a Manuel Mercado sobre el propósito oculto de erigir con la independencia de Cuba un valladar para la expansión imperial que amenaza a nuestra América, también había previsto su alejamiento, si en algún momento fuera menester hacerlo por el bien de la patria:
“Por mí, entiendo que no se puede guiar a un pueblo contra el alma que lo mueve, o sin ella, y sé cómo se encienden los corazones, y cómo se aprovecha para el revuelo incesante y la acometida el estado fogoso y satisfecho de los corazones. […] En mí, sólo defenderé lo que tengo yo por garantía o servicio de la Revolución. Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad.”
Una de las pocas veces que los cubanos hemos intentado descifrar una ucronía ha sido respecto a la posibilidad de haber sido gobernados por Martí. ¿Hubiera podido conciliar las tendencias enfrentadas de la república, como hizo al preparar la guerra? ¿Aquella ley fundamental suya –el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre- era factible para un país desgarrado entre ambiciones y egoísmos? Y por último, aunque los mambises seducidos por su verbo de poeta ya lo llamaban presidente, ¿soñó Martí con gobernar alguna vez? De su última carta se infiere que confiaba en eclipsarse luego, hecho el trabajo, cumplida la faena de haber guerreado con quijotesca nobleza.
El cubano Antonio José Ponte, en la voluntad de releer al Martí histórico con objetividad cada vez más alejada del panegírico, invita a imaginar un hombrecito enfundado en un abrigo inmenso, que trasegaba por Nueva York con el cuerpo adolorido y animoso el espíritu, maestro al límite de no eludir el didactismo ni siquiera al escribir ficción o teatro. Un Martí de nulo garbo y apostura disminuida, “poco robusto”, como lo describió el sagüero Manuel Piedra Martel, que estuvo en Dos Ríos y escuchó sus últimas palabras.
Ese Martí, como el descrito por Blanca Zacharie de Baralt, que no parecía fatigado cuando se presentaba, lozano, en algún salón, a pesar de las horas dedicadas a la escritura y a la enseñanza, nunca podría devenir en tópico, ni en artículo adaptable al consumo de tirios y troyanos. El inmolado en aquel “nuevo Gólgota” que decía Piedra, también era un hombre que no quería morir ni aspiraba a gobernar, en contraste con tantos estadistas de gesto dramático y tozudez infinita.
Martí fue el que preguntó, con alguna extrañeza, antes de cargar contra las líneas enemigas: “¿de verdad, usted se alegra?”
Querido Maykel: cuando escribes "maestro al límite de no eludir el didactismo ni siquiera al escribir ficción o teatro" estás describiendo lo que más me gusta de cuanto escribes, y lo que creo que es una misión tuya que puedes o no eludir. Y digo esto por la sencilla razón de que para que este didactismo, como hacía Martí, sea útil a los demás, tiene que hacerlo forzosamente alguien que sea capaz de teñir de verdad, de pensamiento y vida, la enseñanza que nos muestra. Es decir, sólo el que se acerca libremente al pasado puede revelarnos lo mejor de él. Por el contrario, lo común es que nos encontremos con ese didactismo hecho por encargo o por quedar bien, que a la postre es estéril para todos. Convertir la verdad en mentira porque quien muestra la verdad no cree en ella es lo corriente en nuestros días.
ResponderEliminarAsí que quieras o no, este es el motivo por el que pienso que es bueno que nos muestres tu interpretación del presente y el pasado.
¿Me he explicado?
Todo eso no quiere decir que se te impongan estos deberes; quiere decir simplemente que tienes la posibilidad de, con esfuerzo, ayudar a muchos.
Un abrazo.
Querido Animal de Fondo, qué justo eres...
ResponderEliminar¿Por qué la verdad suele ser preterida?
¿Por qué aburre, si debiera consolar?
Amigo mío, cuenta conmigo, con la relativa lucidez que yo pueda reunir.
Abrazos.
Yo quiero que la ley primera de nuestra Republica sea la libertad plena del hombre...
ResponderEliminarQué es la libertad plena del hombre?