Ahora podemos penetrar, ángel de la jiribilla, en la sentencia de los Evangelios: “Llevamos un tesoro en un vaso de barro.”
Lezama
(La cantidad hechizada, p. 53)
Esta vez nos ocupábamos de la pobreza. Cada percepción varía según el escenario, la experiencia y la actitud. Empezamos por admitirnos pobres. Luego empieza la analogía, que yo considero inevitable pero inútil a la larga.
En su país existe una horrible gradación de la pobreza; se habla de pobreza extrema, de pobreza moderada… En mi país, le digo, hemos decantado el asunto por una sola categoría: “la dignidad de la pobreza”. Me confiesa no entender bien que los términos puedan ir juntos. Yo quiero creer que lo hemos conseguido.
No hallamos salida optimista a la conversación: toda pobreza contiene la imposibilidad. Recuerdo la vieja secundaria donde estudié en 1995. No tenía más que unos zapatos. Imperaba el “periodo especial”, la gran carestía. Algunos sostienen que fue haciéndose tenue sin que lo notáramos. Otros avisan que vive latente y ante cualquier vaivén enseña la garra.
Yo sé de pobreza; puedo hablar.
Recuerdo el “cereal” de las mañanas, un eufemismo mezclado con agua. Revivo nítidamente la cola de la hamburguesa, documentos de identidad en mano para que todos puedan comer. Recuerdo los brotes de desigualdad que fueron acíbar para todos.
Yo sé de pobreza, pero igual puedo hablar de la resistencia fabulosa y la multiplicación de los escasos panes. Lo que no puedo recordar es que alguien haya engordado con la miel que no comíamos. Hicimos de la pobreza un valladar para el egoísmo.
Hace poco el mismo Barack Obama admitió que ellos, nuestros perseguidores de siempre, han enviado ejércitos a los pueblos mientras que nosotros hemos compartido los médicos surgidos de nuestra pobreza.
Yo no sé nada del “american way of life”; sólo he conocido la pobreza de la isla amante de la pobreza. La coraza concebida para proteger los perímetros a menudo se torna opresiva, pero la llevamos en nombre de la justicia, que no está reñida con la “pobreza irradiante”.
Por supuesto, cada uno tiene derecho a repudiar su propia pobreza, sobre todo si implica empobrecimiento en lugar de crecimiento. Cada hombre tiene derecho siquiera a maldecir la pobreza. Yo le digo a mi interlocutor que me explique cómo se puede entender lo bello de la pobreza en un país donde hay gente disipada y colegios caros y discriminación por causa de la pobreza. No hay tal: él no sabe explicarme; yo no sé entender. Soy un ingenuo: si alguna vez he deseado riquezas ha sido para deshacerme de ellas. Amo el recuerdo de Tólstoi que salió de su feudo a morir aterido en una estación donde pensaba hacerse conducir por algún tren hacia la pobreza. Amo a los que aman compartirse. Releo a Lezama en la inaudita conclusión de su ensayo “A partir de la poesía”, de 1960:
Entre las mejores cosas de la Revolución cubana, reaccionando contra la era de la locura que fue la etapa de la disipación, de la falsa riqueza, está el haber traído de nuevo el espíritu de la pobreza irradiante, del pobre sobreabundante por los dones del espíritu. El siglo XIX, el nuestro, fue creador desde su pobreza. Desde los espejuelos modestos de Varela, hasta la levita de las oraciones solemnes de Martí, todos nuestros hombres esenciales fueron hombres pobres. Claro que hubo hombres ricos en el siglo XIX, que participaron del proceso ascencional de la nación. Pero comenzaron por quemar su riqueza, por dar en toda la extensión de sus campiñas un campanazo que volvía a la pobreza más esencial, a perderse en el bosque, a lo errante, a la lejanía, a comenzar de nuevo en una forma primigenia y desnuda. Sentirse más pobre es penetrar en lo desconocido, donde la certeza consejera se extinguió, donde el hallazgo de una luz o una vacilante intuición se paga con la muerte y la desolación primera. Ser más pobre es estar más rodeado por el milagro, es precisar el animismo de cada forma; es la espera, hasta que se hace creadora, de la distancia entre las cosas.
Lezama
(La cantidad hechizada, p. 53)
Esta vez nos ocupábamos de la pobreza. Cada percepción varía según el escenario, la experiencia y la actitud. Empezamos por admitirnos pobres. Luego empieza la analogía, que yo considero inevitable pero inútil a la larga.
En su país existe una horrible gradación de la pobreza; se habla de pobreza extrema, de pobreza moderada… En mi país, le digo, hemos decantado el asunto por una sola categoría: “la dignidad de la pobreza”. Me confiesa no entender bien que los términos puedan ir juntos. Yo quiero creer que lo hemos conseguido.
No hallamos salida optimista a la conversación: toda pobreza contiene la imposibilidad. Recuerdo la vieja secundaria donde estudié en 1995. No tenía más que unos zapatos. Imperaba el “periodo especial”, la gran carestía. Algunos sostienen que fue haciéndose tenue sin que lo notáramos. Otros avisan que vive latente y ante cualquier vaivén enseña la garra.
Yo sé de pobreza; puedo hablar.
Recuerdo el “cereal” de las mañanas, un eufemismo mezclado con agua. Revivo nítidamente la cola de la hamburguesa, documentos de identidad en mano para que todos puedan comer. Recuerdo los brotes de desigualdad que fueron acíbar para todos.
Yo sé de pobreza, pero igual puedo hablar de la resistencia fabulosa y la multiplicación de los escasos panes. Lo que no puedo recordar es que alguien haya engordado con la miel que no comíamos. Hicimos de la pobreza un valladar para el egoísmo.
Hace poco el mismo Barack Obama admitió que ellos, nuestros perseguidores de siempre, han enviado ejércitos a los pueblos mientras que nosotros hemos compartido los médicos surgidos de nuestra pobreza.
Yo no sé nada del “american way of life”; sólo he conocido la pobreza de la isla amante de la pobreza. La coraza concebida para proteger los perímetros a menudo se torna opresiva, pero la llevamos en nombre de la justicia, que no está reñida con la “pobreza irradiante”.
Por supuesto, cada uno tiene derecho a repudiar su propia pobreza, sobre todo si implica empobrecimiento en lugar de crecimiento. Cada hombre tiene derecho siquiera a maldecir la pobreza. Yo le digo a mi interlocutor que me explique cómo se puede entender lo bello de la pobreza en un país donde hay gente disipada y colegios caros y discriminación por causa de la pobreza. No hay tal: él no sabe explicarme; yo no sé entender. Soy un ingenuo: si alguna vez he deseado riquezas ha sido para deshacerme de ellas. Amo el recuerdo de Tólstoi que salió de su feudo a morir aterido en una estación donde pensaba hacerse conducir por algún tren hacia la pobreza. Amo a los que aman compartirse. Releo a Lezama en la inaudita conclusión de su ensayo “A partir de la poesía”, de 1960:
Entre las mejores cosas de la Revolución cubana, reaccionando contra la era de la locura que fue la etapa de la disipación, de la falsa riqueza, está el haber traído de nuevo el espíritu de la pobreza irradiante, del pobre sobreabundante por los dones del espíritu. El siglo XIX, el nuestro, fue creador desde su pobreza. Desde los espejuelos modestos de Varela, hasta la levita de las oraciones solemnes de Martí, todos nuestros hombres esenciales fueron hombres pobres. Claro que hubo hombres ricos en el siglo XIX, que participaron del proceso ascencional de la nación. Pero comenzaron por quemar su riqueza, por dar en toda la extensión de sus campiñas un campanazo que volvía a la pobreza más esencial, a perderse en el bosque, a lo errante, a la lejanía, a comenzar de nuevo en una forma primigenia y desnuda. Sentirse más pobre es penetrar en lo desconocido, donde la certeza consejera se extinguió, donde el hallazgo de una luz o una vacilante intuición se paga con la muerte y la desolación primera. Ser más pobre es estar más rodeado por el milagro, es precisar el animismo de cada forma; es la espera, hasta que se hace creadora, de la distancia entre las cosas.
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Maykel: ¡Precioso texto!, un canto de cubanía. Un abrazo...
ResponderEliminarHoy a venido a visitarme desde Bélgica-Barcelona una prima de mi padre con la que comparto media historia y vida familiar. El primer tema que tocamos fue este, la pobreza desde nuestras perspectivas generacionales, me habló de su casa sin cakes, y de sus ansias de asistir a las prohibidísimas fiestas de "santo", "cosa de negros y brujería" tan solo por el fetiche de embarrarse los dedos de merengue, de devorar croqueticas, se abarrotarse de "ensalada" y yo de cómo en la Isla de Pino, mi prima comía mucha carne y yo que por entonces no era vegetariano, asistí a muchos banquetes y en el último de ellos, mi nefasta "última cena", me mostraron las cabezas de las piezas de "caza": dos cráneos con ojos y pelos y la lengua morada entre las fauces, dos cabezas de Pastor Alemán, dos perros.
ResponderEliminarYo no soy dado a los alcoholes y te escribo ahora con vinos de más, 3 y 30 de la madrugada, mi prima y yo hemos brindado por la pobreza, los perros y los cakes, porque a pesar de ello, había que seguir aprendiendo a tocar el piano en casa, leer libros, vestir de blanco, pedir las cosas siempre con dicción perfecta, recordar que somos de la misma estirpe que Bonifacio Byrne y que Mr. Koch....
Esa fue una de las tantas pobrezas hasta que a mi padre se le ocurrió la gran idea de dejar de oficiar de amigo de marx, Engels y Lenin no por convicción, sino porque lo atropelló un camión y aleluya, se multiplicaron panes y peces, y estos últimos sin colmillos ni lengua. A.D.G. y yo me río mucho porque el tótem de mi abuela es el perro por San Lázaro, y por ha,bre fui iniciado en sus misterios.
Bendita pobreza
ya lo dije una vez, tenemos una maldición generosa: Demasiados muñequitos rusos.
Te reverencio viajero, me fascinan tus recuerdos, llavecitas a cofres ocultos, Matriuskhas....
Si yo lo digo... tus historias son mas increibles. La suerte mia es que te incito a contarlas.
ResponderEliminarCuantos muñequitos rusos en la memoria!
Seamos pobres, Libelula, como Diogenes, para que solo importen las potencias del sol.
Este teclado esta tan loco que no puedo ni poner tildes. Hago lo mismo que Santa Teresa, hago penitencia y castigo mi texto para castigarme...
Te quiero a ti.
Yolanda, somos los cronistas de la misteriosa pobreza!
Saludos a todos los que pasen...