lunes, 27 de abril de 2009

La pobreza

Ahora podemos penetrar, ángel de la jiribilla, en la sentencia de los Evangelios: “Llevamos un tesoro en un vaso de barro.”

Lezama
(La cantidad hechizada, p. 53)


Esta vez nos ocupábamos de la pobreza. Cada percepción varía según el escenario, la experiencia y la actitud. Empezamos por admitirnos pobres. Luego empieza la analogía, que yo considero inevitable pero inútil a la larga.

En su país existe una horrible gradación de la pobreza; se habla de pobreza extrema, de pobreza moderada… En mi país, le digo, hemos decantado el asunto por una sola categoría: “la dignidad de la pobreza”. Me confiesa no entender bien que los términos puedan ir juntos. Yo quiero creer que lo hemos conseguido.

No hallamos salida optimista a la conversación: toda pobreza contiene la imposibilidad. Recuerdo la vieja secundaria donde estudié en 1995. No tenía más que unos zapatos. Imperaba el “periodo especial”, la gran carestía. Algunos sostienen que fue haciéndose tenue sin que lo notáramos. Otros avisan que vive latente y ante cualquier vaivén enseña la garra.

Yo sé de pobreza; puedo hablar.

Recuerdo el “cereal” de las mañanas, un eufemismo mezclado con agua. Revivo nítidamente la cola de la hamburguesa, documentos de identidad en mano para que todos puedan comer. Recuerdo los brotes de desigualdad que fueron acíbar para todos.

Yo sé de pobreza, pero igual puedo hablar de la resistencia fabulosa y la multiplicación de los escasos panes. Lo que no puedo recordar es que alguien haya engordado con la miel que no comíamos. Hicimos de la pobreza un valladar para el egoísmo.

Hace poco el mismo Barack Obama admitió que ellos, nuestros perseguidores de siempre, han enviado ejércitos a los pueblos mientras que nosotros hemos compartido los médicos surgidos de nuestra pobreza.

Yo no sé nada del “american way of life”; sólo he conocido la pobreza de la isla amante de la pobreza. La coraza concebida para proteger los perímetros a menudo se torna opresiva, pero la llevamos en nombre de la justicia, que no está reñida con la “pobreza irradiante”.

Por supuesto, cada uno tiene derecho a repudiar su propia pobreza, sobre todo si implica empobrecimiento en lugar de crecimiento. Cada hombre tiene derecho siquiera a maldecir la pobreza. Yo le digo a mi interlocutor que me explique cómo se puede entender lo bello de la pobreza en un país donde hay gente disipada y colegios caros y discriminación por causa de la pobreza. No hay tal: él no sabe explicarme; yo no sé entender. Soy un ingenuo: si alguna vez he deseado riquezas ha sido para deshacerme de ellas. Amo el recuerdo de Tólstoi que salió de su feudo a morir aterido en una estación donde pensaba hacerse conducir por algún tren hacia la pobreza. Amo a los que aman compartirse. Releo a Lezama en la inaudita conclusión de su ensayo “A partir de la poesía”, de 1960:

Entre las mejores cosas de la Revolución cubana, reaccionando contra la era de la locura que fue la etapa de la disipación, de la falsa riqueza, está el haber traído de nuevo el espíritu de la pobreza irradiante, del pobre sobreabundante por los dones del espíritu. El siglo XIX, el nuestro, fue creador desde su pobreza. Desde los espejuelos modestos de Varela, hasta la levita de las oraciones solemnes de Martí, todos nuestros hombres esenciales fueron hombres pobres. Claro que hubo hombres ricos en el siglo XIX, que participaron del proceso ascencional de la nación. Pero comenzaron por quemar su riqueza, por dar en toda la extensión de sus campiñas un campanazo que volvía a la pobreza más esencial, a perderse en el bosque, a lo errante, a la lejanía, a comenzar de nuevo en una forma primigenia y desnuda. Sentirse más pobre es penetrar en lo desconocido, donde la certeza consejera se extinguió, donde el hallazgo de una luz o una vacilante intuición se paga con la muerte y la desolación primera. Ser más pobre es estar más rodeado por el milagro, es precisar el animismo de cada forma; es la espera, hasta que se hace creadora, de la distancia entre las cosas.
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sábado, 18 de abril de 2009

La noche que hablé con Cintio

La noche que hablé con Cintio me temblaba la mano. Yo quería escribir una nota sobre el aniversario ciento veinte de Medardo Vitier y desde siempre tuve aquella duda sobre el origen del filósofo: ¿Medardo había nacido en Rancho Veloz? ¿En Quemado de Güines? Las fuentes confundían ambos pueblos de la antiquísima comarca sagüera. Tal vez hubiera podido resolver el pasaje de mi reseña en otro lado, pero suele ocurrir que un dato banal propicie sorprendentes epifanías. La idea inconcebible llegó del amigo de un amigo, uno que trabaja en la radio y no sé cómo consigue reunir tantos teléfonos, tantas señas… ¿Quieres hablar con Cintio? Con Cintio, el origenista, el amigo de Lezama y de Gastón Baquero, el condiscípulo de Eliseo Diego, el esposo de Fina García Marruz; el Poeta. Hablar con Cintio, el autor de “Experiencia de la poesía”, de “La luz del imposible” y de “Vísperas”. Hablar con el gran exegeta de Martí. De pensarlo siquiera ya me sentía enmudecer. Al hablar con Cintio por un misterioso hilo que me remite a lo más hondo de la cubanidad habría de llegarme también muy cerca de Lezama y de Martí, y no sólo de ellos, también debería experimentar la cercanía de Jorge Mañach, Juan Ramón Jiménez, Thomas Merton; con todos se relacionó Cintio; de ellos fue discípulo, colega o amigo. Finalmente me atreví.

- Buenas noches. ¿Cintio?
- Sí, dígame…

¡Qué silencio! ¡Cuánto por decir que era indecible! Pero hablé. Le conté de las dudas sobre el pueblo de origen de Medardo Vitier. Indagué sobre el paso del filósofo por Sagua, sobre su magisterio en la Universidad Central. Supe por Cintio que Medardo nació en el ingenio Merceditas, en las cercanías de Rancho Veloz, una de tantas fábricas de azúcar que entonces hacían opulento al norte de Las Villas. El abuelo de Cintio, carpintero de oficio, estaba contratado en el Merceditas cuando le nació un hijo que sería maestro y filósofo. En “De Peña Pobre”, Cintio lo llama así: El Carpintero. Evoca una mesa levantada por sus manos. Lo supone atónito frente a una fila de animales tan larga como durante la creación del mundo. Cintio me dijo que sí, que Medardo fue cesanteado por el gobierno de Machado y para ganarse la vida salió por Cuba a dar conferencias. También vinieron a Sagua. Cintio, que era pequeño, acompañaba a su padre. Ya lo suponía: en esos días también recibimos a Lorca. Mientras hablábamos y tanto pasado perdurable me oprimía la frente, sentí que todo ya estaba escrito en alguna parte y que si era una sensación tan estremecedora escucharlo de la voz del poeta no debía permitirme que aquel relato se pronunciara sólo para mí. Hubiera querido pedirle una entrevista formal acaso, o grabarle a hurtadillas sin que lo notara; no me atreví a solicitar tanto. Todo fue tan breve como cualquier tránsito; el final advino sin anunciarse; me despedí. ¡Cuánto afecto experimenté por el joven poeta que una vez habló del magisterio de César Vallejo y José Lezama! ¡Cuánta veneración por aquel a quien Juan Ramón vislumbró en 1938 “alma y carne sitiadas por lo desnudo”!

Me despedí y aguardé para escucharlo colgar: ¡cómo temblaba al depositar tanto peso de la memoria la mano del viejo poeta!

miércoles, 15 de abril de 2009

Temporada de ranas

Ha comenzado la temporada de ranas. Hay plaga, como en el Egipto de Moisés, enviada probablemente por Dios. Anoche vi la primera, escondida detrás de la improvisada despensa a un extremo de la cocina. Tuvo que cruzar patios y tapias para llegar hasta aquí. La casa es alta y claustral como una fortaleza, pero ellas saben llegar en verdes oleadas. Cuando vivíamos en un apartamento alto hace años, también hacían acrobacias. Subían a tenderse en las alacenas a la caza de alguna cucaracha desprevenida. Venían a aliviarnos un poco de tanto sosiego nocturno, como si no importara servir de víctima casual o deliberada a la hostilidad de este mundo. C., que ya senil conserva los arrestos de legítima teckel, acostumbra cazarlas apenas caen bajo sus tristes cataratas. La asquean: hacen vomitar; pero en C. es más fuerte el instinto del cazador que la razón. El año pasado, al cerrar la puerta de la cocina que da al pasillo, mi madre sintió una resistencia, una fuerza se oponía a dejarle clausurar por otra noche la vieja fortaleza. A la mañana descubrió una de nuestras ranas aplastada cerca de la bisagra. “Tu amiga ha muerto”, dijo. Cuando despegamos el cadáver no quedó más que un hilillo verde marcando el contorno de su cuerpo sobre la madera, la misma línea que dibuja la policía en los escenarios criminales en lugar del cuerpo. ¿Acaso las ranas llevan agua en las venas en lugar de sangre, agua verde de charcos secos y matojos húmedos? Por momentos me creo lo que dijo R. una vez con ánimo de tomarme el pelo: “Tonto, ¿tú no sabes que este año se extinguen las moscas?”

Ese sol

De la última salida a la librería he traído la sorpresiva edición de un libro que aguardé durante años sin buscarlo, confiado en que estábamos destinados: “Ese Sol del Mundo Moral”, de Cintio Vitier. Esperaba una pormenorizada indagación sobre la raigambre ética de nuestro devenir nacional. Esperé revelaciones y categorías a la manera de “Lo cubano en la poesía”. Alenté el deseo de leer una pesquisa larga sobre las obsesiones históricas de la eticidad cubana. Pero Cintio fue esta vez más modesto y, tal vez por lo mismo, hemos alcanzado a ver diáfano lo que ya intuíamos. El propio autor lo explica en el prólogo: "No es éste un libro de indagación filosófica, sino un conjunto de reflexiones que se orientan con ánimo empírico, y mediante un lenguaje abierto, hacia la captación de un proceso espiritual concreto: el de la progresiva concepción de la justicia, y las batallas por su realización, en la historia cubana." Y luego: (…) "el autor no pretende tampoco haber hecho trabajo de historiador (…) Ésta sería una tarea distinta (…) que no es la que corresponde a un poeta sencillamente enamorado de su patria."

Construido a partir de los hitos de una tradición iniciada por la carta de Miguel Velázquez, dirigida en 1547 al obispo Sarmiento y donde se define a Cuba como “triste tierra, como tierra tiranizada y de señorío”, “Ese Sol del Mundo Moral” se articula en torno al eje martiano y sitúa los momentos éticos culminantes de los últimos dos siglos en la actitud más que en la teoría, en el gesto antes que en la palabra. El “querer ser” de Cuba cabe entero en el libro de Cintio, y todo el camino y todo el dolor y la grandeza de cubrir de hondura ética el vacío de justicia. Y con Martí al centro de la composición he redescubierto a José de la Luz y Caballero, el maestro que vislumbró este sol y pudo señalarlo con el dedo a los ciegos en derredor suyo. Sobre Luz escribió Martí:

"Él, el padre; él, el silencioso fundador; él, que a solas ardía y centelleaba, y se sofocó el corazón con mano heroica, para dar tiempo a que se criase de él la juventud con quien se habría de ganar la libertad que sólo brillaría sobre sus huesos; él, que antepuso la obra real a la ostentosa, -y a la obra de su persona, culpable para hombre que se ve mayor empleo-, prefirió poner calladamente, sin que le sospechasen el mérito ojos nimios, de cimiento de la gloria patria; él, que es uno en nuestras almas, y de su sepultura ha cundido por toda nuestra tierra, y la inunda aún con el fuego de su rebeldía y la salud de su caridad; él, que se resignó, -para que Cuba fuese- a parecerle, en su tiempo y después, menos de lo que era; él, que decía al manso Juan Peoli, poniéndole en el hombro la mano flaca y trémula, y en el corazón los ojos profundos, que no podía “sentarse a hacer libros, que son cosa fácil, porque la inquietud intranquiliza y devora, y falta el tiempo para lo más difícil, que es hacer hombres”

A José de la Luz supo calarlo bien, aunque amargo y resentido el criterio, Marcelino Menéndez y Pelayo en su “Historia de los heterodoxos españoles”: "Educó a los pechos de su doctrina una generación entera contra España, y creó en el Colegio del Salvador un plantel de futuros laborantes y campeones de la manigua."

Cuando apenas conocía por notas al pie y vagas referencias el libro de Cintio, siempre me olió a vieja metáfora el título, que si algo de retórico me pareció antes de conocer las palabras que lo sugieren ahora se presenta como una iluminación. Acaeció una noche, cuando don Pepe, ya enfermo y ensimismado en sus últimos años, habló a sus alumnos de aquel postrer diciembre. Para Sanguily, “el siglo actual seguramente no ha oído palabras mejores.” Dicen que había mucho silencio cuando el maestro del Salvador, alzó “los brazos trémulos a lo alto”:

"Antes quisiera, no digo yo que se desplomaran las instituciones de los hombres –reyes y emperadores-, los astros mismos del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de justicia, ese sol del mundo moral."