Carmen se llama el fantasma, como la heroína irreductible de Merimée. La buscábamos por los balcones; creímos verla de codos en el antepecho de la torre; veníamos a mirar por el hueco de la luceta; gritábamos su nombre, lo escuchábamos retumbar en las estancias vacías; esperábamos la respuesta de la eterna cautiva; en vano esperábamos. En la oscuridad del palacio la voz se pierde como en un pozo: el secreto es insondable.
Por ahí pasábamos todos los días hacia la escuela. Hablo de sucesos que ocurrieron por 1995, en otro siglo. Surina M., una chica del vecindario, insistía en probarme su condición de iniciada en los secretos de los Arenas Armiñán; decía tener un plano del edificio; aseguraba que eran de oro macizo los aguamaniles; mentía con una veracidad en las maneras que todavía me seduce. Por esa época se habló de un desesperado robo: Marilyn, un famoso andrógino, auxiliada por dos camaradas, tal vez amantes suyos, había escalado uno de los balcones para llevarse los brillantes de doña Mercedes Arenas, la sobreviviente de la familia que todavía habitaba el palacio en un ademán postrero de eternidad. Mercedes agonizaba en su cama con baldaquino y dosel. Se habló de la restitución de las joyas, al parecer muy escasas, despojos de la añeja opulencia. Llegó a comentarse que la capitana de los ladrones ni siquiera aspiraba a revenderlas, sólo había querido poseerlas para su privado lucimiento. Muchos años después corroboré parte de la historia. Me lo contó Ñico el anticuario, heredero de los baúles naufragados; me mostró las gemas: desmontadas de su engarce y agrietadas, parecían el remanente maltrecho de una casta sin esperanza.
El palacio de Arenas Armiñán fue concluido en 1918. En el frontón ostenta la fecha. Han transcurrido noventa años. A la firma del Tratado de Versalles con la vencida Alemania del káiser Guillermo -Europa entera devastada-, Cuba conoció una inaudita prosperidad: el azúcar se pagó a precio de diamantes, la burguesía edificó mansiones eclécticas, se pusieron de moda el exotismo y las ojivas moriscas. Este es el trasfondo, lo que los historiadores saben, pero como todo palacio que respete tal condición, el de Arenas debe tener una legendaria génesis.
Fantina es la última que podría contarme. Nonagenaria, poliomielítica, con pátina de esfinge, es la única del vecindario que trató a los Arenas antes de 1930: tan vieja como el palacio mismo, muy desconfiada, me recibe detrás de un postigo colonial. Recuerdo a Fidelina Hernández Morilla, prima de mi abuela, por añadidura letrada y memoriosa: una vez me contó sobre las arenas que hicieran traer desde Arabia para el alcázar moro, sobre la probable ruina de la familia antes de la conclusión de las obras. Por ahí empiezo mi indagación. Fantina, al principio muy escueta, se dulcifica…
-Ellos pudieron concluir la casa sin que les faltara un céntimo -me asegura. Valentín Arenas negociaba con azúcar y era accionista de la banca. El hijo, nombrado Valentín, lo mismo que el padre, fundó en esta ciudad la Asociación de Caballeros Católicos de Cuba.
Entonces eran una familia católica. Fantina asiente: más que eso, fueron pilares de la Iglesia; siempre encabezaban el Corpus Christi; las hijas bordaban los estandartes de la procesión. ¿Y el origen del palacio? ¿Católicos empedernidos y aficionados al fasto? ¿Y el despiadado encierro de Carmen Arenas Armiñán? ¿Por qué? No quiero provocar a mi interlocutora; le bastaría un gesto para cerrarme el postigo en las narices. Fantina es disciplicente, agria y ermitaña. Tengo que moderarme, conquistarla. Es la última que trató a los ultramontanos Arenas Armiñán y mañana mismo podría morirse de vieja. Mi estrategia cambia: voy por un atajo: la vida de la propia Fantina. Cualquiera se deja subyugar por la posibilidad de hablar de sí mismo.
-¿Y usted, cuándo fue que vino a vivir aquí?
-En 1922 –la memoria de la vieja es un portento. Mis padres compraron esta casa y nunca he vuelto a salir de aquí –lo dice con alguna amargura-. Todavía llamaban a la calle por su nombre viejo: calle de la Cruz.
No me atrevo a preguntarle más. ¿En qué año nació? Es escabroso, me expongo a su furia: la vieja es coqueta a pesar de su tez apergaminada. Educada en antiguos usos, debe detestar la inconveniencia de que una dama sea interpelada sobre su edad. Voy al grano: los Arenas. Me valgo del personaje más anodino de la familia, doña Florinda, cuyo nombre encontré en una lista de filántropos ocupados en socorrer a los reconcentrados de 1897.
-¿Usted conoció a la señora de Arenas? Florinda, creo, se llamaba –me finjo despistado-. Fantina no vacila.
-Florinda Armiñán de Arenas –suena enfática-, a causa suya don Valentín hizo construir ese palacio.
Por ahí pasábamos todos los días hacia la escuela. Hablo de sucesos que ocurrieron por 1995, en otro siglo. Surina M., una chica del vecindario, insistía en probarme su condición de iniciada en los secretos de los Arenas Armiñán; decía tener un plano del edificio; aseguraba que eran de oro macizo los aguamaniles; mentía con una veracidad en las maneras que todavía me seduce. Por esa época se habló de un desesperado robo: Marilyn, un famoso andrógino, auxiliada por dos camaradas, tal vez amantes suyos, había escalado uno de los balcones para llevarse los brillantes de doña Mercedes Arenas, la sobreviviente de la familia que todavía habitaba el palacio en un ademán postrero de eternidad. Mercedes agonizaba en su cama con baldaquino y dosel. Se habló de la restitución de las joyas, al parecer muy escasas, despojos de la añeja opulencia. Llegó a comentarse que la capitana de los ladrones ni siquiera aspiraba a revenderlas, sólo había querido poseerlas para su privado lucimiento. Muchos años después corroboré parte de la historia. Me lo contó Ñico el anticuario, heredero de los baúles naufragados; me mostró las gemas: desmontadas de su engarce y agrietadas, parecían el remanente maltrecho de una casta sin esperanza.
El palacio de Arenas Armiñán fue concluido en 1918. En el frontón ostenta la fecha. Han transcurrido noventa años. A la firma del Tratado de Versalles con la vencida Alemania del káiser Guillermo -Europa entera devastada-, Cuba conoció una inaudita prosperidad: el azúcar se pagó a precio de diamantes, la burguesía edificó mansiones eclécticas, se pusieron de moda el exotismo y las ojivas moriscas. Este es el trasfondo, lo que los historiadores saben, pero como todo palacio que respete tal condición, el de Arenas debe tener una legendaria génesis.
Fantina es la última que podría contarme. Nonagenaria, poliomielítica, con pátina de esfinge, es la única del vecindario que trató a los Arenas antes de 1930: tan vieja como el palacio mismo, muy desconfiada, me recibe detrás de un postigo colonial. Recuerdo a Fidelina Hernández Morilla, prima de mi abuela, por añadidura letrada y memoriosa: una vez me contó sobre las arenas que hicieran traer desde Arabia para el alcázar moro, sobre la probable ruina de la familia antes de la conclusión de las obras. Por ahí empiezo mi indagación. Fantina, al principio muy escueta, se dulcifica…
-Ellos pudieron concluir la casa sin que les faltara un céntimo -me asegura. Valentín Arenas negociaba con azúcar y era accionista de la banca. El hijo, nombrado Valentín, lo mismo que el padre, fundó en esta ciudad la Asociación de Caballeros Católicos de Cuba.
Entonces eran una familia católica. Fantina asiente: más que eso, fueron pilares de la Iglesia; siempre encabezaban el Corpus Christi; las hijas bordaban los estandartes de la procesión. ¿Y el origen del palacio? ¿Católicos empedernidos y aficionados al fasto? ¿Y el despiadado encierro de Carmen Arenas Armiñán? ¿Por qué? No quiero provocar a mi interlocutora; le bastaría un gesto para cerrarme el postigo en las narices. Fantina es disciplicente, agria y ermitaña. Tengo que moderarme, conquistarla. Es la última que trató a los ultramontanos Arenas Armiñán y mañana mismo podría morirse de vieja. Mi estrategia cambia: voy por un atajo: la vida de la propia Fantina. Cualquiera se deja subyugar por la posibilidad de hablar de sí mismo.
-¿Y usted, cuándo fue que vino a vivir aquí?
-En 1922 –la memoria de la vieja es un portento. Mis padres compraron esta casa y nunca he vuelto a salir de aquí –lo dice con alguna amargura-. Todavía llamaban a la calle por su nombre viejo: calle de la Cruz.
No me atrevo a preguntarle más. ¿En qué año nació? Es escabroso, me expongo a su furia: la vieja es coqueta a pesar de su tez apergaminada. Educada en antiguos usos, debe detestar la inconveniencia de que una dama sea interpelada sobre su edad. Voy al grano: los Arenas. Me valgo del personaje más anodino de la familia, doña Florinda, cuyo nombre encontré en una lista de filántropos ocupados en socorrer a los reconcentrados de 1897.
-¿Usted conoció a la señora de Arenas? Florinda, creo, se llamaba –me finjo despistado-. Fantina no vacila.
-Florinda Armiñán de Arenas –suena enfática-, a causa suya don Valentín hizo construir ese palacio.
Excelente dato acaba de revelarse. Semejante a Nabucodonosor, rey de Babilonia, Arenas erigió una extravagancia arquitectónica en honor de su esposa. Imagino un idilio, el romance arrasador culmina en la erección de un palacio. Tal vez Florinda Armiñán no fuese tan corriente como la deduje antes. Quiero saber más, pero no lo hago evidente. Estoy frente al postigo. Pudiera echar una mano por la verja y retener a la esquiva Fantina. Me domino. Pronto viene la vieja a hacerme añicos la intuición del pasado...
-Parece que doña Florinda perdió un bebé, fue un accidente.
Estoy decepcionado, no lo digo en alta voz, pero no esperaba esto. De cualquier manera, cuénteme, Fantina, cómo fue...
-La niña se ahogó, era muy pequeña -la vieja parece lamentarlo todavía, al cabo de un siglo. Don Valentín, para distraer a la señora, quiso regalarle un palacio. Y ahí está...
Lo miro. No fue precisamente la historia de amor que yo había imaginado. El palacio es una sustitución: vino a resarcir con su esplendor el vacío de una pérdida indecible. Florinda, de súbito enloquecida, madre sin objeto, tuvo que conformarse con habitar un palacio de decorados art nouveau con cenefas tan irregulares como su ánimo de aquellos días. Pero sí alentaron estos muros una historia de amor: Carmen, la prisionera, la prófuga nocturna que se descolgó por uno de los balcones; Carmen, tan vituperada, que conoció a Federico García Lorca en estos salones y tal vez le obsequió una pieza cubana en el piano Érard de la sala de estar; Carmita Arenas Armiñán, a quien el pueblo consideraba ninfómana peligrosa para los hombres.
Me atrevo a preguntar.
-Fantina -la vieja, desde su postigo entreabierto, me sonríe-, ¿y Carmen? ¿qué pasó en realidad con Carmen Arenas Armiñán?
-
La serenidad es una virtud que no tengo; si lo sabré; por mi culpa, Carmen se difumina, se extingue en la mueca de Fantina. Intento persuadir con toda mi elocuencia, pero es tarde. La vieja, de un portazo, me ha dejado en la acera, de cara al zócalo. La veleta, en la esquina del palacio, está empotrada desde siempre. No sé adónde me conduce el viento. Es mediodía.
-
Maykel: no puedo alejarme, cuando regreso, me siento culpable por no permitirme el tiempo mínimo al menos para leerte, en tiempos de agobio no podemos escatimar las vías de hallar placer, y leer estas líneas de buen decir es...
ResponderEliminarÁnimo, según mi experiencia personal, estos ancianos memoriosos tiene muchas ganas de contar, necesitan saber que quien escucha es el indicado, ya hallarás la manera de hacérselo saber, un abrazo para que te sirva de talismán y abras algunas puertas encantadas.
Siempre es alentador leerte. Si ya lo he dicho, que tus elogios me obligan...
ResponderEliminarTe cuento: tuve que ser muy elocuente con la vecina de los Arenas, tal como lo refiero ahí.
De Carmen ya conozco algo, pero todavía no es el momento de decirlo. Espero completar el retrato esta semana, con otros elementos.
Un abrazo, Yolanda, desde esta villa que nos tienta con sus palacios y sus fantasmas...
He recordado con esta historia,la construcción de uno de los edificios más bellos del mundo [creo yo}: el Taj Mahal...claro que el transfondo de esta historia es aún más dramático...Muy bien,mi querido detective,sigue informandonos.Un besooo
ResponderEliminarPronto voy con la segunda parte. Soy un detective que se toma su tiempo, pero no abandonaré la partida.
ResponderEliminarBesos, Noche.
Te quiero.
Maikel, gracias por estar al tanto de todo aquello que nace en Sagua, ya sea piedra sobre piedra, o letra sobre letra en las más modernas vías de información. Realmente era necesario que algunas personas que aman y sufren con su villa la dieran a conocer al mundo con su propia mirada, con las palabras de la gente de hoy y que está ahora mismo caminando por sus calles, pues resulta inaudito que los sagueros de este lado del mar escribamos tan poco de nuestra ciudad y su historia.
ResponderEliminarYoel, gracias a ti por ocuparte se Sagua también. Me has conquistado para seguir al tanto de "Sagua Viva". Conviene mucho que los sagüeros miremos hacia nosotros mismos con nuestros propios ojos. Para combatir cualquier visión superficial de nuestras realidades culturales, cualquier afán pintoresco, es menester hallar esta postura.
ResponderEliminarEspero que sigamos colaborándonos.
Mykel, es muy bueno saber tu interes por nuestra familia pero no tienes necesidad de averiguar por terceros, con el mayor de los gustos estaremos dispuestos a contarte todo lo relacionado con nuestros abuelos sin intermediarios. Flia Menendez Arenas. Miami.Fl. USA
ResponderEliminarEstimados Menéndez Arenas, no pensé que existieran descendientes directos de Valentín Arenas, aunque sí sabía que parte de la familia había emigrado a los Estados Unidos.
ResponderEliminarHace unos días estuve conversando con un amigo que participa del proyecto de restauración del palacio, y me comentaba su interés en averiguar la identidad del arquitecto diseñador. Hay muchas incógnitas en torno al edificio que se presentan con mayor fuerza desde que se le analiza por especialistas empeñados en devolverle la funcionalidad.
Me encantaría conversar con ustedes sobre este pasado. Díganme cómo puedo contactarlos, adónde escribirles...
Un saludo desde la Villa del Undoso.
Hola, soy Lillyana, la nieta del menor de los hijos de Valentin y Ana Maria Arenas. Es bueno saber que aun en este siglo la familia se recuerda en Sagua. Cuentanos que ha pasado con este proyecto.
ResponderEliminarSaludos,
Lillyana, la familia Arenas no sólo figura en la memoria de la ciudad, también forma parte del imaginario sagüero.
ResponderEliminarLa restauración del palacio se ha visto temporalmente detenida, pero ya se notan algunos cambios. El pretil, por ejemplo, fue renovado.
Si tiene un correo para conversar con más sosiego, escríbame a maykelgvivero@gmail.com
Saludos...