¡Socialismo sí, homofobia no! –corean en la marcha-. Voy entusiasmado: Santa Clara celebra la manifestación pública más extensa y genuina que conoce Cuba por el Día internacional contra la homofobia y la transfobia. Cientos de personas convocadas por una institución cultural, ocupan el centro de la ciudad, suman transeúntes.
Socialismo sí. Mientras marchaba, el “sí” me dio una pedrada. ¿Ha sido el socialismo cubano propicio a la igualdad de las personas LGBTI? ¿Cómo encauza el Poder su relación con la sociedad civil que empieza a despuntar en Cuba?
Una semana antes de la marcha santaclareña, funcionarios del Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex), junto a un par de activistas sudamericanos, comparecieron en la Mesa redonda, un programa de televisión creado para ofrecer la quintaesencia del discurso político dominante en Cuba. Ante semejantes cámaras, hay que zurcir discordancias. Cuando la argentina Diana Sacayán aludió a la sociedad civil como instancia decisiva para impulsar el ejercicio de derechos negados, la periodista Arleen Rodríguez Derivet remendó torpe: ¿y qué pasa si el Estado y la sociedad civil quieren lo mismo?
Socialismo sí. Pero homofobia y transfobia también. Si el Estado y la sociedad civil LGBTI estuvieran de acuerdo, ya tendríamos en Cuba leyes antidiscriminación, campañas contra el acoso escolar, fertilización asistida, matrimonio igualitario. Cuando el Estado y la sociedad tienen el mismo deseo, el Poder obra. Arleen, no obstante, me devolvió –sin proponérselo, claro- un concepto de la filósofa Judith Butler: el deseo del Estado. No somos el objeto de ese deseo, y resulta problemático que tengamos la aspiración de inspirarlo. Según Butler:
Contar con la aprobación del estado es ingresar en los requisitos de la legitimación que allí se ofrecen y descubrir que la noción pública y reconocible que una tiene como persona depende fundamentalmente del léxico de esa legitimación.
Ajustemos la reflexión de Butler al caso cubano: los reclamos de legitimidad LGBTI no sólo deben armonizar con ciertas matrices culturales relativas a las uniones; también será condición indispensable para tolerar que el activismo se haga desde una posición política determinada. Y ya ni siquiera el socialismo importa, sino el acatamiento del escenario concebido por el Poder para la participación.
Entonces, socialismo sí. Aunque la activista oficial por excelencia diga a la propia Diana Sacayán que “lo verdaderamente homofóbico” de los campos de trabajo forzado cubanos “era el proceso de reclutamiento al servicio”, o que en Cuba hay “una homofobia blanda” y “no existen los crímenes de odio”.
No constituimos una opción del deseo del Estado, y nos obsesiona esa lejanía. Por eso el activismo LGBTI no consigue convertirse en un interlocutor atendible en Cuba. Porque en nuestra aspiración de ese deseo nos afincamos en símbolos caros a un Poder paradójico que ha decidido repudiar y luego tolerar, pero no se decide a dialogar y respetar.
Socialismo sí, claro, pero libertario tiene que ser, para que podamos encarar la homofobia incluso en el refugio que a veces le ofrece el propio socialismo.