viernes, 31 de agosto de 2012

La lectora


Hay una tácita tradición de la poesía cubana que se esfuerza en aprehender el misterio del pordiosero y el loco, el hombre o la mujer desprovistos y absurdos. Sin hurgar –confiándome a la memoria- asoman, desde el siglo XIX, El mendigo, de José Jacinto Milanés; La demente en la puerta de la iglesia, de Fina García Marruz;  El mendigo en la noche vienesa, de Gastón Baquero; Poema para la mujer que habla sola en el parque de Calzada, de Lina de Feria.  A primera vista parece dominarlos una obsesión ética, pero el rumbo de los poemas, desde Milanés, conduce al arcano de la “cordura distinta” que menciona el poema de Fina García  Marruz. Y si mientes –dice a su turno Lina de Feria-, mientes con tu verdad. Es la verdad dislocada, la desnudez material y también espiritual de la pobreza. Lezama lo señalaba al exponer su poética del potens: “La vigilia, la agudeza, la pesadumbre del pobre, lo llevan a una posibilidad infinita.”



Estos textos asomaron de golpe cuando di con ella. Descansaba en una acera villaclareña, enajenada del turbulento paso de los transeúntes. Invisible parecía, mendicante corriente, todos ignoraban su sueño, más pesado que la bolsa de sus posesiones flanqueada por las piernas y el poste del alumbrado. Ahí todavía no era La Lectora, lo fue cuando se incorporó, quebrado el sueño, y reanudó la lectura. Leía, edificada por su misterioso aislamiento; lo que leyó no importa. Su cordura, suficiente para establecer la distancia necesaria en pos de una certera interpretación del mundo, bastó para articular los sentidos de aquella página monótona. Y así fue cómo empezó a leer cualquier línea, consciente de que cada parte es el todo. Seguía leyendo cuando abandoné la calle, unas cuadras abajo.