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El sillón ha sido asolado.
Recién me había levantado a causa del viento
que entra a la casa rumbo a un país blando,
toma la puerta principal
y sigue lejos, hacia los confines de la época.
La estación encubre su pésimo carácter
en los portillos:
los fragmentos mejor guardados son asolados
por un torbellino de cendales.
Admito lo que decía un uranista:
la Muerte procede del país del poeta,
le persigue desde la tierra que abandonó.
Van asolándome, pero no padezco;
la heredad sí sufre,
pues el viento hace girar sus arenas blandas.
El sillón, vacío.
Recién me había levantado a causa del paso de la Muerte.
...
El cofre musical
Me figuro un lago olvidado.
Ahí se oye la música de Bruckner,
sorda como una sonata tocada en la caverna
de Ludwig, el rey.
La marea sube como la música del mar.
Nada calma las aguas del lago
ni Anton Bruckner pasa
ahora con la suavidad del organista apacible
que remonta una barquilla en las tardes de Viena.
He creído que cierta música ha de aquietarse
amortiguada por su propio duelo inconfesado,
separada de las aguas,
como un poco de almizcle sobre un lago extraño.
La caverna que digo era un cofre de música,
un sitio diminuto y ensordecedor.
...
A Richard Wagner
Extravié un poema dedicado a Richard Wagner
que empezaba con un estertor.
Contenía apenas una línea de miedo cerval.
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Foto: Balcón del antiguo cuartel de caballería. Padre Varela y Luz Caballero, Sagua la Grande.
sábado, 25 de febrero de 2012
sábado, 11 de febrero de 2012
Noticias de la guerra
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Mi tía abuela, Silvia Valentina González Toledo, aseguraba descender de un mambí que fue muerto durante la última guerra contra España. La referencia me llega muy desvaída. Mi padre asegura que se trata de Severino Toledo Jorges [sic] y añade que, en parte por su ascendencia mambisa, recibía Silvia una pensión –"una botella”- de los gobiernos republicanos. Severino está enterrado en el mausoleo de la brigada de Sagua la Grande; la gran tumba, al centro de una plaza, contiene más de un centenar de muertos. Camino por ahí para abreviar las rutas; mi antepasado mambí no se percata de mi paso.
Severino fue apenas un confidente, según reza en la placa de bronce. Fue muerto en los campos de Cuba por las revelaciones que hizo a los independentistas; se me ocurre, sin embargo, que era un hombre parco, tan escueto para hablar de sí que lo desconocemos todo de él. De Severino, el confidente, no me ha llegado ninguna confidencia.
Mi bisabuelo -se llamaba Benigno y era un buen hombre- le dijo a mi padre que los mambises pasaban por su finca y solían comer y beber un poco. Lo contó más de treinta años antes de mi nacimiento; recibí muy tarde las noticias de la guerra. Sé, aunque no lo haya precisado nadie, que los mambises siguieron frecuentando las tierras de la familia hasta el advenimiento de la reconcentración. Mi bisabuelo nunca explicó cómo sobrevivió a la hambruna.
Demasiado tarde me llegan las noticias de la guerra. Algunos remanentes sí llegué a ver, como el candelabro de bronce que guardaba Fidelina Hernández Morilla, casi prima de mi abuela. Sirvió para alumbrar las tertulias de la casa cuando la ciudad quedó a oscuras. Fidelina dijo: “este candelabro nos alumbraba en los últimos años del siglo”, y qué luz turbia advertí en la pátina de bronce… Eran los días en que Francisco de Paula Machado, alcalde autonomista de Sagua, respondió a la amenaza de la empresa del alumbrado público con estas palabras: “no puedo entregarle el dinero de los hospitales, apague usted cuando quiera”. Nadie apagó, sin embargo, aquel candelabro.
Mi último recuerdo de la guerra es muy reciente. Lo consignaré para despecho de los que suponen que la beligerancia ha terminado y que no han de llegarnos nuevas noticias. En la antigua calle de la Amistad –hoy Carmen Ribalta- me encontré a Aguedita Martín Landa, nonagenaria, gran amiga de mi abuela, nieta del alférez Landa, mambí de la brigada de Sagua la Grande. Ella puede hablarme de Robau, el general más joven y apuesto de la guerra, como si lo hubiera tratado personalmente. Esta vez íbamos por aceras distintas y Aguedita se contentó con apoyarse sobre las piernas y alzar el bastón. Entendí lo cifrado en su gesto; nos hacemos estas confidencias desde hace años. Había dicho, otra vez, ¡viva Cuba libre!
Foto: Placa de bronce en la puerta del mausoleo. La mano señala el nombre de Severino.
Severino fue apenas un confidente, según reza en la placa de bronce. Fue muerto en los campos de Cuba por las revelaciones que hizo a los independentistas; se me ocurre, sin embargo, que era un hombre parco, tan escueto para hablar de sí que lo desconocemos todo de él. De Severino, el confidente, no me ha llegado ninguna confidencia.
Mi bisabuelo -se llamaba Benigno y era un buen hombre- le dijo a mi padre que los mambises pasaban por su finca y solían comer y beber un poco. Lo contó más de treinta años antes de mi nacimiento; recibí muy tarde las noticias de la guerra. Sé, aunque no lo haya precisado nadie, que los mambises siguieron frecuentando las tierras de la familia hasta el advenimiento de la reconcentración. Mi bisabuelo nunca explicó cómo sobrevivió a la hambruna.
Demasiado tarde me llegan las noticias de la guerra. Algunos remanentes sí llegué a ver, como el candelabro de bronce que guardaba Fidelina Hernández Morilla, casi prima de mi abuela. Sirvió para alumbrar las tertulias de la casa cuando la ciudad quedó a oscuras. Fidelina dijo: “este candelabro nos alumbraba en los últimos años del siglo”, y qué luz turbia advertí en la pátina de bronce… Eran los días en que Francisco de Paula Machado, alcalde autonomista de Sagua, respondió a la amenaza de la empresa del alumbrado público con estas palabras: “no puedo entregarle el dinero de los hospitales, apague usted cuando quiera”. Nadie apagó, sin embargo, aquel candelabro.
Mi último recuerdo de la guerra es muy reciente. Lo consignaré para despecho de los que suponen que la beligerancia ha terminado y que no han de llegarnos nuevas noticias. En la antigua calle de la Amistad –hoy Carmen Ribalta- me encontré a Aguedita Martín Landa, nonagenaria, gran amiga de mi abuela, nieta del alférez Landa, mambí de la brigada de Sagua la Grande. Ella puede hablarme de Robau, el general más joven y apuesto de la guerra, como si lo hubiera tratado personalmente. Esta vez íbamos por aceras distintas y Aguedita se contentó con apoyarse sobre las piernas y alzar el bastón. Entendí lo cifrado en su gesto; nos hacemos estas confidencias desde hace años. Había dicho, otra vez, ¡viva Cuba libre!
Foto: Placa de bronce en la puerta del mausoleo. La mano señala el nombre de Severino.
miércoles, 8 de febrero de 2012
Cerros lejanos
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Se tiene la certeza de los cerros imposibles,
la lejanía supone una incontinencia.
Un calar de aguas suspende la noción de lontananza,
sugiere que un crimen mío no ha sido confesado.
No podré alcanzar los cerros porque he sido incontinente.
La lejanía como una neblina
enfría los rostros de los viandantes que suben.
La lontananza los alude a ellos;
no me secundan y los cerros suponen que debo confesar.
La lluvia soplaba de un lado con una apelación desigual.
Advino la calma y alguien preguntó por un árbol,
quizás abatido por la tormenta,
que señalaba una ruta equívoca a los distraídos.
Hemos pasado junto a un árbol maligno, dije,
y lo registraron como una confesión.
Una libélula
Antes de emprender el último vuelo
aseguraba comprender
que viesen al Diablo a bordo suyo,
cabalgando sobre una laguna de bambúes
en cuyas aguas verdes silbaban sus sentencias
las ánimas perseverantes
y los corrillos del sabbat.
Y dijo antes de morirse
que atribuía a un ardite el mentado don de hablar
a las bestias que ostentaba San Francisco de Asís.
"Cierto que nos hablaba, pero nadie pudo responder
a su galimatías, más confuso que el fragor de la cabalgata luciferina."
Se tiene la certeza de los cerros imposibles,
la lejanía supone una incontinencia.
Un calar de aguas suspende la noción de lontananza,
sugiere que un crimen mío no ha sido confesado.
No podré alcanzar los cerros porque he sido incontinente.
La lejanía como una neblina
enfría los rostros de los viandantes que suben.
La lontananza los alude a ellos;
no me secundan y los cerros suponen que debo confesar.
La lluvia soplaba de un lado con una apelación desigual.
Advino la calma y alguien preguntó por un árbol,
quizás abatido por la tormenta,
que señalaba una ruta equívoca a los distraídos.
Hemos pasado junto a un árbol maligno, dije,
y lo registraron como una confesión.
Una libélula
Antes de emprender el último vuelo
aseguraba comprender
que viesen al Diablo a bordo suyo,
cabalgando sobre una laguna de bambúes
en cuyas aguas verdes silbaban sus sentencias
las ánimas perseverantes
y los corrillos del sabbat.
Y dijo antes de morirse
que atribuía a un ardite el mentado don de hablar
a las bestias que ostentaba San Francisco de Asís.
"Cierto que nos hablaba, pero nadie pudo responder
a su galimatías, más confuso que el fragor de la cabalgata luciferina."
domingo, 5 de febrero de 2012
La compañera de Sara
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Sara González y Diana Balboa vinieron juntas a Sagua la Grande antes de que arreciara la enfermedad de la cantante. Diana construyó unos peregrinos instrumentos musicales a partir de objetos domésticos y los expuso en la galería Wifredo Lam. Sara cantó luego en el patio del antiguo palacio de Moré. Ante la televisión sagüera, Diana comentó: “me ha gustado mucho la ciudad, deberíamos quedarnos, dando conciertos, hasta que la exposición sea sustituida”. Sara respondió, en broma: “¡qué dices, se van a aburrir y acabarán botándonos de aquí!” Los sagüeros, que advirtieron la intimidad sosegada de ambas, habrán confirmado ahora que Sara González y Diana Balboa eran compañeras en la acepción postrera del término según los diccionarios canónicos.
Supongo que la mayoría de los televidentes y muchos lectores de Granma pasaron por alto esa línea, ese epíteto que me parece el primer manifiesto de su índole en los medios cubanos. Un manifiesto contra la homofobia: “la compañera de Sara”, su viuda, la mujer que la secundó en sus proyectos, la asistió en sus dolencias y cedió sus cenizas al mar. No puedo mensurar el significado de esa línea. Es una señal contundente para los escépticos; es, sobre todo, un aviso para los fóbicos que sólo admiten, con esfuerzo, el carácter absolutamente privado de estos amores.
Haber propiciado este tácito reconocimiento para las parejas del mismo sexo es quizás el último gran servicio que Sara González prestó a Cuba.
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Foto: Sara González y Diana Balboa, después de la comparecencia de la trovadora en el programa Con dos que se quieran, de Amaury Pérez.
Un grupo de artistas cubanos abordó un barco militar para despedir a la trovadora que quiso permanecer inmersa en la entrada de la bahía de La Habana. Nadie habló de reposo; se dijo que Sara, en todo caso, será una centinela. La televisión cubana procuró declaraciones de los asistentes. Hablaron Amaury Pérez, Liuba María Hevia, Frank Fernández, Marta Campos; todos fueron definidos como amigos de Sara. Más tarde, una señora lanzó un jarrón de cenizas sobre la estela que dejaba la embarcación. Esperé que también la llamaran “amiga de Sara”, y admito que la televisión me sorprendió: era la “compañera de Sara González”. El periódico Granma –lo leí después- narraba cómo Diana Balboa, la que echó el jarrón de cenizas lejos de sí, “compañera de Sara” otra vez, había recibido las condolencias de Fidel Castro.
Sara González y Diana Balboa vinieron juntas a Sagua la Grande antes de que arreciara la enfermedad de la cantante. Diana construyó unos peregrinos instrumentos musicales a partir de objetos domésticos y los expuso en la galería Wifredo Lam. Sara cantó luego en el patio del antiguo palacio de Moré. Ante la televisión sagüera, Diana comentó: “me ha gustado mucho la ciudad, deberíamos quedarnos, dando conciertos, hasta que la exposición sea sustituida”. Sara respondió, en broma: “¡qué dices, se van a aburrir y acabarán botándonos de aquí!” Los sagüeros, que advirtieron la intimidad sosegada de ambas, habrán confirmado ahora que Sara González y Diana Balboa eran compañeras en la acepción postrera del término según los diccionarios canónicos.
Supongo que la mayoría de los televidentes y muchos lectores de Granma pasaron por alto esa línea, ese epíteto que me parece el primer manifiesto de su índole en los medios cubanos. Un manifiesto contra la homofobia: “la compañera de Sara”, su viuda, la mujer que la secundó en sus proyectos, la asistió en sus dolencias y cedió sus cenizas al mar. No puedo mensurar el significado de esa línea. Es una señal contundente para los escépticos; es, sobre todo, un aviso para los fóbicos que sólo admiten, con esfuerzo, el carácter absolutamente privado de estos amores.
Haber propiciado este tácito reconocimiento para las parejas del mismo sexo es quizás el último gran servicio que Sara González prestó a Cuba.
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Foto: Sara González y Diana Balboa, después de la comparecencia de la trovadora en el programa Con dos que se quieran, de Amaury Pérez.