jueves, 10 de octubre de 2013

Luz de quinqué

Uno se pone viejo y siente nostalgia por las lucecitas. Crecí en una época oscurecida. Todo se apagaba y encendíamos algún candil, una luz pequeña que alumbrara los rostros. Mi papá entonces nos contaba las audacias de su infancia. A veces refería alguna cobardía suya para compensarnos por tanta épica. Una de esas noches leí en voz alta el pasaje donde Madame de Sevigné describe, con su exquisito ingenio, los prolijos efectos del reumatismo. Abuela se reconoció en aquel recuento de males y se dijo amiga de la Sevigné; por un momento, en aquella oscuridad atenuada por el quinqué, fue la abuela de Proust.

Mi anhelo de luces precarias es una señal de vejez. Yo he amado los candiles remotos, y ahora no me resigno a imaginar que arden sólo para mí en algún sitio trascendido. Cuando Fidelina me mostró un candelabro humilde que alguien compró durante la guerra, también deseé el humo de la batalla. Emma mencionó la luz de carburo que ardía en su casa de la loma y yo no sé qué halo tiene el carburo pero supuse una aureola de santo cuatrocentista. Me queda, única sobreviviente, la luz del quinqué. El quinqué, en pago por mi estima, me quiere. Hace más de veinte años le rocé la pantalla y me dejó el recuerdo de una flor dolorosa: la piel se abrió y luego, endurecida, torció sus pétalos oscuros.   
 
Una vez, en una casa muy antigua, me enseñaron la tubería del gas. Aquella luz apestaba, he sabido. Yo sólo la veo oler en los bulevares de Camille Pissarro, que imagino infinitamente luminosos. Otras estampas finiseculares muestran los altos focos del alumbrado de gas en Sagua. Campeaba la inundación de 1894, y supongo que andaban apagados porque la ciudad lastimada no luce ninguna sombra en esos dibujos.

Las luces perdidas alumbran la vejez inmanente. El quinqué quema su mecha y la renueva, para confusión mía.